Blonde: una novela sobre MM, JC Oates, p. 394
-De todos los enigmas, madre, hay
uno que me parece el más incomprensible --dijo con aire pensativo--. Que
algunos “existimos”, pero la mayoría, no. Un filósofo griego dijo que no hay
nada tan agradable como no existir, pero yo no estoy de acuerdo, ¿y tú? Porque
en ese caso estaríamos privados del conocimiento. Hemos conseguido nacer y eso
ha de significar algo. ¿Dónde estábamos antes de nacer? Una amiga mía llamada
Nell, una actriz que trabaja conmigo en La Productora, dice que se pasa toda la
noche en vela, atormentada por esa clase de preguntas. ¿Qué significa nacer? Cuando
muramos, ¿todo será igual que antes de que naciéramos? ¿O habrá una nada
diferente? Porque quizá entonces conservaríamos el conocimiento. La memoria.
Gladys se removió en la silla,
incómoda, pero no respondió.
Gladys, lamiéndose los pálidos
labios.
Gladys, la mujer que guardaba secretos.
Fue entonces cuando Norma Jeane
se fijó en las manos ajadas de su madre. Fue entonces cuando recordó que, en la
sala de visitas del hospital, las había visto enlazadas sobre las rodillas de
Gladys, y más tarde hundidas en su regazo. Las manos de la madre cerradas en
puños. O abiertas, con los delgados e inquietos dedos acariciándose unos a
otros. Las uñas mordidas, rotas, rodeadas de sangre, clavándose las unas en las
otras. En ocasiones, las manos de Gladys parecían disputarse el control.
Incluso cuando la mujer aparentaba una indiferencia propia de una sonámbula,
allí, sobre su regazo, estaba la prueba de su actitud alerta, de su agitación.
Las manos son su secreto. ¡Ha revelado su secreto!
La Bella Princesa devolvió a su
madre al Pabellón C del Hospital Psiquiátrico de Norwalk para que la cuidaran.
La Bella Princesa se enjugó las lágrimas y se despidió de su madre con un beso.
Con delicadeza, desató el vaporoso pañuelo negro del cuello de la mujer madura
y lo colocó alrededor de su hermoso cuello sin arrugas.
-¡Perdóname, madre! Te quiero.
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