Entrega en mano
Ahí venía la Muerte, avanzando
presurosa por el bulevar, bajo la mortecina luz sepia.
Ahí venía la Muerte, volando
sobre una vulgar y pesada bicicleta de mensajero, como en los dibujos animados.
Ahí venía la Muerte; infalible.
Una Muerte imposible de disuadir. Una Muerte con prisas. Una Muerte que pedalea
frenéticamente. La Muerte, que lleva un paquete con la inscripción ENTREGA EN MANO.
FRAGIL en un rústico cesto situado detrás del asiento.
Ahí venía la Muerte, abriéndose paso
diestramente con su vulgar bicicleta entre el tráfico del cruce de Wilshire y
La Brea, donde, debido a reparaciones en la calle, los dos carriles con
dirección oeste de Wilshire se habían fundido en uno.
¡Qué Muerte tan rápida! Haciendo
morisquetas a los conductores maduros que le tocaban la bocina.
La Muerte burlándose: ¡Vete a la
mierda! Y tú también. Como Bugs Bunny adelantando a toda velocidad a los
resplandecientes automóviles de último modelo.
Ahí venía la Muerte, sin
amilanarse ante el aire enrarecido y contaminado de Los Ángeles ni ante el
cálido aire radiactivo del sur de California, donde la Muerte había nacido. Sí,
he visto a la Muerte. Soñé con ella la noche anterior y muchas noches antes. No
tenía miedo.
Ahí venía la Muerte, tan
resuelta. Ahí venía la Muerte, inclinada sobre el herrumbroso manillar de una
bicicleta destartalada pero imparable. Ahí venía la Muerte, luciendo una
camiseta del Instituto Tecnológico de California, pantalones cortos limpios
pero sin plancha, zapatillas de deporte sin calcetines.
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