Pureza, Jonatham Franzen, p. 475
A propósito del váter, una
cosita-me dijo un día, al prin-Siempre levanto el asiento -contesté.
-Ése es el problema.
-Yo creía que el problema eran
los tíos que se creen capaces de apuntar para no salpicar el asiento.
-Doy gracias de que no seas uno
de ésos. Pero queda una salpicadura.
-También seco el borde.
-No siempre .
-Vale, siempre se puede mejorar.
-Pero no es sólo el borde. Es la
cara inferior del borde y las baldosas. Gotitas.
-También lo limpiaré.
-No puedes limpiarlo todo a fondo
cada vez que vas al baño. Y no me gusta el olor de la orina seca.
-¡Soy un tío! ¿Qyé se supone que
debo hacer?
-¿Sentarte? -sugirió con voz
apocada.
Yo sabía que eso no estaba bien,
no podía estar bien. Pero a ella le dolió mi silencio y optó por callarse
también, pero de un modo más quejoso, con una mirada pétrea, y terminó por
importarme más su dolor que mi razón. Le dije que tendría más cuidado, y que si
no, empezaría a sentarme, pero ella se dio cuenta de que lo decía con
resentimiento, de que me sometía de mala gana, y no podíamos vivir nuestra
unión en paz si no estábamos “Verdaderamente
de acuerdo en todo”. Se puso a lloriquear y yo emprendí la larga búsqueda de la
razón profunda de su tristeza.
-Yo tengo que sentarme a la
fuerza -dijo al fin-. ¿Por qué no puedes sentarte tú? Cada vez que veo la
salpicadura no puedo evitar pensar que ser mujer es una injusticia. Tú no sabes
lo injusto que es eso, no tienes ni
idea, ni idea.
Se puso a llorar torrencialmente.
Mi única posibilidad de detener aquel llanto pasaba por convertirme, ahí mismo,
en aquel preciso instante, en una persona capaz de experimentar con la misma intensidad
que ella la injusticia de no poder mear de pie.
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