De El escudo de Jotán, rafael Sánchez Ferlosio, p. 53-54
Demasiado conocedor de los
humores y las señales del Imperio, de las quietudes y las agitaciones de los
pueblos de la Ruta de la Seda, de los aterradores torbellinos de polvo, de ventisca
o de soldados del Kansú era el caravanero que traía tan alarmantes nuevas como
para arriesgarse a no hacer caso a sus palabras cuando daba por seguro que
aquella vez los alardes y los preparativos del emperador con sus ejércitos iban
de verdad. Por la experiencia de los tiempos se sabía que los emperadores
respetaban a los pueblos y ciudades que tenían reyes o kanes o gobiernos completos
capaces de rendirles cumplido vasallaje, que no es la simple entrega de los cuerpos,
sino el ofrecimiento de los nombres; pero que destruían a las despreciables
gentes que se dejaban vivir únicamente según las tradiciones, sin títulos de
fundación y con poca o ninguna gerencia establecida. Y la ciudad de Jotán se decía:
“Es nuestra perdición, que apenas si tenemos una cámara de comercio, una
administración de azotes y mutilaciones y una inspección de sanidad de
caravanas”. Pero un fabricante de máscaras halló la solución: «Si no tenemos kan, lo fingiremos; si no tenemos justicia, la
simularemos; si no tenemos soldados, yo enjaezaré cien caballos con sus caballeros
y disfrazaré a quinientos jóvenes como de infantería, y con tal arte que
únicamente la batalla que nunca habrán de combatir podría llegar a comprobar si
sus armas son de hierro o de madera y sus yelmos y broqueles de bronce o de
cartón».
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