Érase una vez una mujer que
descubrió que se había convertido en la persona equivocada. Para entonces tenía
cincuenta y tres años, y ya era abuela. Una abuela grandota, blandita, con
hoyuelos en las mejillas y dos mechones cortos, rubios y resecos que le caían
casi horizontalmente, como dos alas, a ambos lados de la raya central. Patas de
gallo junto al rabillo de los ojos. Prendas sueltas de colores vivos que
acercaban peligrosamente su estilo de vestir al de las vagabundas que arrastran
sus pertenencias en grandes bolsas. Pueden darlo por seguro: la mayoría de la
gente de su edad diría que ya era demasiado tarde para cambiar. Lo hecho, hecho
está, dirían. Para qué intentar modificar las cosas a esas alturas. También
Rebecca estuvo a punto de decírselo. Pero no lo dijo.
El día que lo descubrió estaba de
merienda campestre en el río North Folk, en el condado de Baltimore. Era un
domingo.
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