El asombroso viaje de Pomponio Flato, Eduardo Mendoza, p. 20-21
Por extraño y cicatero que parezca, los judíos creen en
un solo dios, al que ellos llaman Yahvé. Antiguamente creían que este dios era
superior a los dioses de otros pueblos, por lo que se lanzaban a las empresas
militares más disparatadas, convencidos de que la protección de su divinidad
les daría siempre la victoria. De este modo sufrieron cautiverio en Egipto y en
Babilonia en repetidas ocasiones. Si estuvieran en su sano juicio,
comprenderían la inutilidad del empeño y el error en que se funda, pero lejos
de ello, han llegado al convencimiento de que su dios no sólo es el mejor, sino
el único que existe. Como tal, no ha de imponer a ningún otro dios ni su fuerza
ni su razón y, en consecuencia, obra según su capricho o, como dicen los
judíos, según su sentido de la justicia, que es implacable con quienes creen en
él, le adoran y le sirven, y muy laxo con quienes ignoran o niegan su
existencia, le atacan y se burlan de él en sus barbas. Cada vez que la suerte
les es contraria, o sea siempre, los judíos aducen que es Yahvé el que les ha castigado,
bien por su impiedad, bien por haber infringido las leyes que él les dio. Estas
leyes, en su origen, eran pocas y consuetudinarias: no matar, no robar,
etcétera. Pero andando el tiempo, a su dios le entró una verdadera manía
legislativa y en la actualidad el cuerpo jurídico constituye un galimatías tan
inextricable y minudoso que es imposible no incurrir en falta continuamente. Debido
a esto, los judíos andan siempre arrepintiéndose por lo que han hecho y por lo
que harán, sin que esta actitud los haga menos irreflexivos a la hora de
actuar, ni más honrados, ni menos contradictorios que el resto de los mortales.
Sí son, comparados con otras gentes, más morigerados en sus costumbres.
Rechazan muchos alimentos, reprueban el abuso del vino y las sustancias tóxicas
y, por raro que suene, no son proclives a darse por el culo, ni siquiera entre
amigos
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