Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

INCIPIT 536. PUREZA / JONATHAN FRANZEN

LUNES
-Ay, preciosa, cuánto me alegro de oír tu voz -dijo la madre de la chica por teléfono-. Me está traicionando el cuerpo otra vez. A veces creo que mi vida no es más que un largo proceso de traiciones del cuerpo.
-Como todas las vidas, ¿no? -dijo Pip.
Había adoptado la costumbre de llamar a su madre desde Renewable Solutions durante la pausa de la comida. Esto mitigaba en parte su sensación de no valer para ese trabajo, de tener  un trabajo para el que nadie podía valer, o de ser una persona que en realidad no valía para ningún trabajo; y además, al cabo de veinte minutos, podía decir con sinceridad que tenía que seguir trabajando.
-Se me cierra el párpado del ojo izquierdo -explicó sumadre-. Es como si tuviera un peso que tirase hacia abajo, como uno de esos plomos diminutos que usan los pescadores, o algo parecido.
-¿Ahora mismo?
-A ratos. No sé si será parálisis de Bell.
-Sea lo que sea la parálisis de Bell, estoy segura de que no la tienes.
-¿Y cómo puedes estar tan segura, preciosa? Si ni siquiera sabes qué es.

-No sé ... Quizá porque tampoco tenías la enfermedad de Graves. Ni hipertiroidismo. Ni melanoma.

MATAR A UN NIÑO

Retratos de Will, Ann Beattie, p. 165
Will se pasó los seis primeros meses de su vida llorando; primero los cólicos, luego una reacción alérgica tras otra cuando Jody dejó de darle el pecho porque tenía los pezones agrietadísimos. Jody lo había obligado a levantarse en plena noche la mitad de las veces que tenían que calmar a Will, y él lo había arrullado, lo había engatusado con palabras que a Will no le decían nada; lo había acunado, lo había paseado. En otras ocasiones había observado, incrédulo, la garganta rosada del niño. Todavía soñaba con la boca abierta de Will, con sus ojos húmedos y jaspeados, con el  pulso que le latía en la garganta y la cara que se le volvía  morada. Fueron muchas las madrugadas en las que Wayne pensó en embutirle un pañal en la boca, obstruirle las fosas nasales, en sostenerlo boca abajo, en sofocarlo tapándole la cara con una almohada. Y nunca le hizo daño. A veces no trataba de consolarlo y se limitaba a cogerlo en brazos, pero nunca le había pegado un tirón a la pierna cuando le cambiaba los pañales ni le había dado esa leche de fórmula asquerosa sin echarse antes una gota en la muñeca para probar. Lo más terrible de los bebés es que te arrebataban la dignidad; eran exactamente iguales que los oficiales del ejército que, para que alcanzaras el éxito, re vejaban tanto que sólo podías terminar o triunfando o totalmente hundido. En todos aquellos momentos con Will, en mitad de la noche, había sentido justo lo contrario de lo que un padre entregado debería haber sentido.
Fotograma de ¿Quién puede matar a un niño?

SER NIÑO

Retratos de Will, Ann Beattie, p. 120
No puede haber prueba más determinante de la cordura de una persona que haber sido capaz de sobrevivir a la infancia. Aunque los adultos la idealizan y la presentan como una época de libertad, la infancia es, en realidad, el momento en que con mayor insistencia se obliga al niño a reprimir sus deseos. Distinguidos por los poetas como personas de enorme sabiduría, los niños, en realidad, suelen verse amordazados.
Los adultos se mantienen cuerdos descartando la especulación excesiva. Se desviven por ver continuidad cuando apenas si ven nada. Pero esto al niño no le sale de forma natural. O está totalmente inmerso en el momento presente, o ya está pensando en lo que vendrá luego. El niño siempre se pregunta «¿y si?» El niño es capaz de percibir continuidad en una muñeca, en un tren, en un yoyó. Aunque la habitación del niño parezca un caótico campo de batalla, es probable que tenga un orden muy preciso. Qué descorazonador resulta que, por el capricho de una madre, se derrumben pueblos enteros y los animales del zoo terminen amontonados en la caja de los juguetes sin que se haya tenido en cuenta cuáles son enemigos naturales.

Mientras que los niños imaginan espontáneamente, los padres persiguen el orden de un modo compulsivo. Se marcan límites, aunque la fatiga puede erosionar hasta la más resuelta determinación de los padres. Puede que, a cuatro patas, el progenitor se muestre dispuesto a colaborar en la reconstrucción del pueblo.

SER PAREJA

Retratos de Will, Anne Beattie, p. 87-88
Mientras subía por las escaleras, Jody pensaba en lo extraño que era entrar en la vida de otro. Ahora el perro de abajo la reconocía. Y las pequeñas cosas que rodeaban la vida de Mel también le daban la bienvenida. Uno no se limita a asumir la vida de alguien; como un imán, atraes todo aquello que rodea la vida de la otra persona: el saludo del cartero, el empleado de la gasolinera que os sonríe a los dos, el camarero que pregunta “¿Qué tal?” dirigiéndose a las dos caras, la esposa del compañero de trabajo que te invita a comer. Antes de que pudieras darte cuenta, ya tenías un vaso preferido; el pintalabios que te habías dejado olvidado terminaría en una bandejita, al fondo del lavabo. Te escondería el cepillo de dientes para que cuando llegaras a tu casa tuvieras que comprarte uno nuevo. Y cuando regresaras, ahí verías tu cepillo, en el vaso. Y te darías cuenta de que la historia ya iba muy en serio cuando en su apartamento empezaran a proliferar tus cosas: las cosas que te compró para que fueran tuyas en caso de que no te hubieras olvidado las suficientes en su casa. Cuando dejara de llevar su camisa azul a la tintorería y la metiera en la colada de casa porque esa camisa ya se había convertido en tu camisón favorito. Cuando te comprara una planta en vez de un ramo de flores con la intención de que lo llamaras para asegurarse de que la había regado. Cuando las sudaderas empezaran a ser unisex y a mezclarse. Cuando en la nevera ya hubiera fotos de los dos. Cuando lo llamaran otras mujeres y él no cerrara la puerta ni bajara la voz y, después de colgar, se comportara como si nada hubiera interrumpido vuestra conversación.

ADOLESCENCIA

La ley del menor, Ian McEwan, p. 146-147
Newcastle pertenecía a una época de su vida y se sentía como en casa allí. De adolescente lo había visitado varias veces, durante las enfermedades recurrentes de su madre, para pasar una temporada con sus primas predilectas. El tío Fred era dentista y el hombre más rico que había conocido. La tía Simone daba clases de francés en un centro de enseñanza secundaria. En la casa reinaba un caos agradable, una liberación respecto de los dominios impolutos y  asfixiantes de su madre en Finchley. Sus primas, de una edad cercana a la suya, eran alegres y revoltosas y la obligaban a salir por la noche a cumplir misiones aterradoras que incluían el consumo de alcohol y a cuatro chicos apasionados de la música, de pelo largo hasta la cintura y bigotes caídos, que parecían unos libertinos pero resultaron ser majos. A sus padres les habría asombrado y consternado saber que su estudiosa hija de dieciséis años era una cara conocida en algunos clubs, bebía aguardiente de cerezas y cubalibres y ya tenía su primer amante. Y, lo mismo que sus primas, era una fan incondicional y una ayudante novata de una banda de blues que tocaba gratis, y las tres arrastraban amplificadores y las piezas de la batería para meterlos en una furgoneta herrumbrosa que siempre se averiaba. A menudo ella afinaba las guitarras. Su emancipación tuvo mucho que ver con el hecho de que sus visitas eran infrecuentes y nunca duraban más de tres semanas. Si se hubiera quedado más tiempo -lo que nunca fue posible- quizá le hubiesen permitido cantar los blues. Quizá se hubiera casado con Keith, el cantante solista al que ella tímidamente adoraba, que tocaba la armónica y tenía un brazo atrofiado. 

DIVORCIOS

La ley del menor, Ian Mcewan, p. 133-134
Tenía la impresión, aunque los hechos no lo confirmaron, de que a finales del verano de 2012 las rupturas y los sinsabores de matrimonios y parejas crecieron en Gran Bretaña como una monstruosa marea de primavera que barrió hogares enteros, dispersó posesiones y sueños optimistas y ahogó a los que no tenían un poderoso instinto de supervivencia. Promesas de amor fueron desmentidas o reescritas, compañeros antaño benévolos se convirtieron en taimados contendientes que se agazapaban detrás de un abogado, sin reparar en gastos. Objetos domésticos en otro tiempo menospreciados fueron disputados acerbamente, una confianza antes natural fue sustituida por «arreglos» meticulosamente redactados. En la mente de los protagonistas, la historia del matrimonio fue escrita de nuevo como un estado que siempre había sido un fracaso y el amor pasó a ser un espejismo. ¿Y los hijos? Naipes de un juego, fichas de negociación utilizadas por las madres, sujetos de negligencia económica o emocional por parte de los padres; el pretexto para acusaciones de malos tratos reales, imaginados o cínicamente inventados, normalmente por las madres, en ocasiones por los padres; niños aturdidos que iban y venían cada semana de una casa a otra en virtud de acuerdos entre progenitores, abrigos olvidados en algún sitio o plumieres estentóreamente esgrimidos por un abogado a otro; niños condenados a ver a sus padres una o dos veces al mes; o nunca, ya que los hombres más resueltos desaparecían en la forja de un matrimonio cálido y nuevo para engendrar una nueva prole.

¿Y el dinero? Ahora las monedas acuñadas eran verdaderas a medias y a medias puras argucias. Maridos rapaces contra mujeres codiciosas que maniobraban ambos como países al final de una guerra, llevándose de las ruinas los despojos que podían antes de la retirada definitiva. Hombres que ocultaban sus ingresos en cuentas del extranjero; mujeres que reclamaban una vida tranquila para siempre. Madres que impedían a sus hijos que vieran a su padre, a pesar de las órdenes judiciales; maridos que pegaban a su mujer y a sus hijos, esposas que mentían, rencorosas, un cónyuge o el otro, o los dos, borrachos, o drogadictos, o psicóticos; y otra vez niños, forzados a cuidar de padres incompetentes, niños que habían sufrido auténticos abusos, sexuales, mentales o ambos, y cuyo testimonio se transmitía en la pantalla al tribunal. Y más allá del alcance de Fíona, en casos reservados que trascendían a los tribunales de familia y se juzgaban en las vistas penales, niños torturados, o que morían de inanición, o apaleados hasta la muerte, o de los que expulsaban los malos espíritus en el curso de ritos animistas, padrastros jóvenes y monstruosos que les rompían los huesos a bebés que aún caminaban a gatas en presencia de madres dóciles y de cortas luces, y drogas, alcohol, hogares sumidos en una pobreza extrema, vecinos indiferentes que hacían oídos sordos a los gritos, y asistentes sociales negligentes o agobiados que no intervenían. 

MADRE O TRABAJADORA

La ley del menor, Martin Amis, p. 52-63
a medida que sus años fértiles  pasaban de largo hasta caducar, y ella casi estaba demasiado atareada para darse cuenta.

Era una historia que se contaba mejor deprisa. Después de los exámenes finales, más exámenes, después obtuvo el título de abogada, siguió el período de prácticas, una invitación afortunada a bufetes prestigiosos, algunos éxitos tempranos defendiendo casos desesperados: qué sensato había sido aplazar la maternidad hasta el comienzo de la treintena. Y cuando aquellos años depararon casos complejos e interesantes, y más éxitos. Jack también dudaba y abogaba por esperar uno o dos años más. Luego llegaron los treinta y cinco, cuando él enseñaba en Pittsburgh y ella hacía jornadas de trabajo de catorce horas, zambulléndose más a fondo en el derecho de familia al mismo tiempo que se retrasaba la suya propia, a pesar de las visitas de sobrinos y sobrinas. En los años siguientes circularon rumores de que podrían elegirla precozmente para la magistratura, y necesitaba estar en activo. Pero no la eligieron, aún no. Y cuando ya había cumplido los cuarenta surgieron inquietudes respecto a los embarazos tardíos y el autismo. Poco después, más visitantes jóvenes a Gray's lnn Square, bulliciosos y exigentes sobrinos nietos, le recordaron lo difícil que sería encajar a un hijo en su estilo de vida. Siguieron compungidas ideas de adopción, algunas pesquisas de tanteo, y a lo largo de los acelerados años posteriores, tormentos ocasionales originados por las dudas, decisiones firmes sobre madres de alquiler tomadas a altas horas de la noche y descartadas a la mañana siguiente con las prisas para llegar al trabajo. Y cuando por fin, a las nueve y media de una mañana, juró su cargo en el edificio de los Reales Tribunales de Justicia ante el presidente y prestó los dos juramentos requeridos, el de lealtad y el judicial, en presencia de doscientos colegas con pelucas y se presentó orgullosamente ante ellos con su toga, tema de  una ingeniosa alocución, supo que la partida había terminado y que pertenecía a la ley del mismo modo que otras mujeres habían sido esposas de Cristo.

INCIPIT 535. LA MUJER LOCA / JUAN JOSE MILLAS

Pobrema, por ejemplo, jamás había sido escrita ni pronunciada, no estaba en ningún libro ni en ningún periódico, no formaba parte de ninguna canción, de ningún verso, ni de manual alguno de instrucciones. Nadie la añadiría a la lista de la compra. Pobrema estaba excluida del mundo de las palabras, que no toleraban su presencia. Si se acercaba a un libro le cerraban el paso antes de que cruzara la cubierta; si a un diálogo, era rechazada por los que participaban en él; si a un taller de etiquetas o rótulos, terminaba en el cubo de la basura, junto a los desperdicios de la jornada. Inhábil para pertenecer a nada o a nadie, se ocultaba durante el día y por la noche salía a respirar, pegándose, como los insectos nocturnos, a las ventanas en las que había luz. Si descubría a alguien escribiendo o hablando al otro lado, in tentaba llamar discretamente su atención con la esperanza de que solicitara sus servicios. Lejos de eso, la gente corría las cortinas o bajaba las persianas como quien vuelve la vista frente a un espectáculo desagradable.

INCIPIT 534. MEMORIAS DEL SUBSUELO / FIODOR M. DOSTOIEVSKI

EL SUBSUELO

Soy un hombre enfermo ... Soy malo. No tengo nada de simpático. Creo estar enfermo del hígado, aunque, después de todo, no  entiendo de eso ni sé,  a punto fijo, dónde tengo el mal. No me cuido, ni nunca me he cuidado, por más que profeso estimación a la Medicina y a los médicos, pues soy sumamente supersticioso, cuando menos lo bastante para tener fe en la Medicina. (Mi ilustración me permitiría no ser supersticioso, y, sin embargo, lo soy ... ) No, caballero; si no me cuido es por pura maldad; eso es. ¿Acaso no puede usted comprenderlo? Pues bien, caballero: lo entiendo yo, y basta.. Sin duda no acertaría yo a aplicarle a quien perjudico en este caso con mi maldad. Me hago perfecta cuenta de que, no  cuidándome, no perjudico a nadie, ni siquiera a los médicos; mejor que nadie en el mundo, sé que sólo a mí mismo me hago dañó. No importa;. si no me cuido es por malicia. ¿Que tengo enfermo el hígado? ¡Pues, que reviente¡

CONSEJOS A LOS HIJOS

Crónica de los Wapshot, John Cheever, p. 346-347
Pero fue Leander quien dijo la última palabra. Al abrir el ejemplar de las obras de Shakespeare que perteneció a Aaron, cuando ya había comenzado a llover, Coverly encontró una nota escrita por su padre. «Consejos a mis hijos -decía-. No poner nunca whisky en botella de agua caliente al cruzar fronteras de países o estados secos. La goma estropeará el sabor. No hacer nunca el amor con los pantalones puestos. Después de whisky, cerveza, se sube a la cabeza. Al revés, nada que temer. No tomar nunca manzanas, melocotones, peras, etcétera, bebiendo whisky, excepto en comidas largas estilo francés que terminan con fruta. Otras viandas tienen efectos mitigantes. No dormir nunca a la luz de la luna. Comprobado por los científicos que induce a la locura.

Si la cabecera de la cama está junto a la ventana, en las noches claras correr las cortinas antes de acostarse. No sostener nunca un puro en ángulo recto con los dedos. Muy paleto. Sostener el puro en diagonal. Quitar la vitola o no, como se prefiera. No llevar nunca corbata roja. En las fiestas tener siempre bebidas ligeras para las señoras. El efecto de las fuentes en el sexo débil es a veces desastroso. Bañarse en agua fría todas las mañanas. Desagradable pero estimulante. También reduce las callosidades. Cortarse el pelo una vez por semana. Llevar traje oscuro después de las seis de la tarde. Tomar un plato fresco para desayunar, si es posible. Evitar arrodillarse en los suelos de piedra de iglesias no caldeadas. La humedad eclesiástica produce canas prematuras. El miedo tiene el sabor de un cuchillo herrumbroso, no dejarlo entrar en casa. El valor tiene el sabor de la sangre. Erguir la espalda. Admirar el mundo. Gozar del amor de una mujer dulce. Confiar en el Señor.

DELLE DONNE

Crónica de los Wapshot, John Cheever, p. 342
Moses sabía que si concedemos que en los hombres hay vestigios de ritos sexuales -que si la naturalidad de su postura cuando le pusieron en las manos por primera vez un palo de hockey, el placer que le proporcionaban los equipos de deportes que había en el armario de West  Farm, o la sensación, experimentada durante la melé de un partido de pelota un día de lluvia, de estar mirando, en los últimos minutos de luz y de juego, al pasado remoto de su especie, si todo eso tenía alguna validez-, debe de haber ritos y ceremonias equivalentes para el sexo opuesto. Con eso, Mases no se refería a la habilidad para metamorfosearse velozmente, sino a otra cosa, relacionada quizá con la capacidad que poseen las mujeres hermosas de evocar paisajes, una sensación de terrible distancia, como si sus ojos descansaran en un horizonte que ningún hombre hubiese visto. Había cierta evidencia física de ello: sus voces se hacían más suaves y sus pupilas se dilataban y parecía que estuvieran recordando una travesía femenina por aguas femeninas hasta una isla amurallada en la que se entregaban, por la naturaleza de su mente y de sus órganos, a ritos secretos que renovarían sus encantadoras y creativas reservas de tristeza. Mases no esperaba llegar a saber nunca lo que sucedía en la mente de Melissa, pero, al ver ahora que sus pupilas se dilataban y su hermoso rostro adquiría una expresión profundamente pensativa, comprendió que sería inútil preguntarle. Ella estaba recordando la travesía o había visto el horizonte y el efecto era el de despertar en ella vagas y tormentosas ansias, pero que Badger encajara de algún modo en esos recuerdos era lo que le preocupaba.

SEXO Y MATRIMONIO

Crónica de los Wapshot, John Cheever, p. 329-330
-Pero yo te quiero -dijo él, esperanzado.
-Hay hombres que se traen trabajo de la oficina a casa -dijo ella-. La mayoría de los hombres lo hacen. La mayoría de los hombres que yo conozco. -Su voz parecía secarse mientras él la escuchaba, perder sus notas más profundas a medida que sus sentimientos se estrechaban-. Y la mayoría de los hombres de negocios tienen que viajar mucho·. Pasan mucho tiempo lejos de sus mujeres. Tienen otros desahogos  además del sexo. Al menos, la mayoría de los hombres sanos. Juegan al squash.
-Yo juego al squash.
-Nunca has jugado al squash desde que yo te conozco.
-Pues antes jugaba.
-Desde luego -dijo ella-, si es absolutamente necesario para ti hacerme el amor, lo haremos, pero creo que deberías comprender que no es algo tan crucial.
-Con tanto hablar has conseguido ahorrarte un polvo -dijo él fríamente.
-Oh, qué odioso y egoísta eres -dijo ella, sacudiendo la cabeza-. Tu manera de pensar es grosera y mezquina. Lo único que quieres es hacerme daño.
-Lo que quería es hacerte el amor -dijo él-. Esa idea me ha alegrado durante todo el día. Cuando te lo pido tiernamente, te vas al tocador y te llenas la cabeza de horquillas. Yo me sentía cariñoso -añadió con tristeza-, ahora me siento furioso y violento.
-¿Y supongo que todos tus malos sentimientos van dirigidos contra mí? -preguntó ella-. Ya te he dicho que no puedo ser todo lo que tú deseas. No puedo ser esposa, hija y madre, todo al mismo tiempo. Es demasiado pedir.
-Yo no deseo que seas mi madre ni mi hija -dijo él ásperamente-. Tengo madre y tendré hijos. No me faltarán.

Deseo que seas mi mujer, y tú te llenas la cabeza de horquillas.

DEBERES MATRIMONIALES

Crónica de los Wapshot, John Cheever, p. 336-337
Una vez lo rechacé sin pensar. Una vez, cuando empezó a tocarme, le contesté de malos modos. Olvídate un poco de eso, Charlie, le dije. Helen Sturmer dice que su marido solo lo hace una vez al mes. ¿Por qué no intentas ser como él? Bueno, pues fue como el fin del mundo. Tenía que haber visto usted cómo se le oscureció la cara. Era terrible. Hasta la sangre de sus venas se oscureció. Nunca lo vi tan enfadado en mi vida. Se fue de casa. Llega la hora de cenar y no ha vuelto. Me acosté esperando que llegara, pero, cuando me desperté, la cama estaba vacía. Cuatro noches esperé a que volviera a casa, pero no apareció. Al fin, pongo un anuncio en el periódico. Eso era cuando vivíamos en Albany. Por favor, vuelve a casa, Charlie. Eso es todo lo que digo. Me costó dos dólares cincuenta. Bueno, pues puse el anuncio el viernes por la noche y el sábado por la mañana oigo su llave en la cerradura. Sube las escaleras, todo sonrisas, con un gran ramo de rosas en la mano y una sola idea en la cabeza. Bueno, son solo las diez de la mañana y tengo casi toda la casa por hacer. Los platos del desayuno están en el fregadero y la cama está sin hacer. Es muy difícil para una mujer ponerse cariñosa antes de tener hecho su trabajo, pero, aunque todas las mesas estaban cubiertas de  polvo, yo sabía cuál era mi obligación.

»Algunas veces --dijo- se me hacía cuesta arriba. Me impedía cultivarme. Hay muchas cosas importantes que él me impidió ver, como después de la guerra cuando el desfile pasó justo debajo de nuestras ventanas con el mariscal Foch y todo. Yo estaba deseando ver el desfile y no llegué a verlo. Él estaba sobre mí cuando Lindbergh voló sobre el Atlántico y cuando ese rey inglés, como se llame, dejó la corona por amor e hizo un discurso por la radio, no pude oír ni palabra. Pero cuando me acuerdo de él ahora, así es como lo recuerdo, con esa cara tan triste que quería decir que estaba cariñoso. Nunca tenía bastante y ahora, Dios le bendiga al pobrecito, está en una fría tumba».

MUJERES

Crónica de los Wapshot, John Cheever, p. 325-326
Se sentó ante el tocador y se quitó los pendientes, las pulseras y el collar de perlas y empezó a estirarse el pelo con el cepillo.
Moses sabía que las mujeres pueden adquirir muchas formas; que, en las convulsiones del amor, son capaces de adquirir el aspecto de cualquier bestia o belleza de la tierra o el mar -fuego, cuevas, la dulzura del tiempo de la cosecha- y de proyectar en la mente, como la luz en el agua, su más brillante imaginería, y no le preocupaba que ese don para la metamorfosis fuera utilizado en apoyo de toda clase de intrigas venales y mezquinas para engrandecerse. Mases había aprendido que era conveniente tener en cuenta las actitudes que con mayor frecuencia adoptaban las mujeres que amaba, de manera que cuando una mujer cariñosa parecía transformarse de repente, por algún motivo que solo ella  conocía, en una solterona, él estuviera preparado para ello y no hubiese mucho peligro de que perdiera la esperanza que sustentaba su paciencia, porque, si bien las mujeres podían metamorfosearse a voluntad, él había descubierto que no eran capaces de mantener esos papeles durante mucho tiempo y que, si él lograba soportar, pacientemente, un disfraz o una destemplanza o una falsa modestia, esta desaparecía pronto. Ahora observó los cambios que se habían producido en su mujer de piel dorada, intentando descubrir qué papel estaba representando.
Representaba la castidad, una castidad desdichada e implacable. Representaba a una solterona insatisfecha. Ella miró despectivamente el lugar donde él había dejado caer su ropa, apartando los ojos al mismo tiempo del punto donde él se erguía en cueros.

-Quisiera que aprendieses a recoger tus cosas, Moses -dijo, con un sonsonete que él no reconocía.

PARLAMENTO DE PROSPERO

Crónica de los Wapshot, John Cheever, p. 245
-No es eso -dijo Leander-. Es otra cosa. Cuando me muera, quiero que en mi entierro lean el parlamento de Próspero.
-¿Qué parlamento es ese? -preguntó Honora. -Nuestros festejos acabaron ya -dijo Leander, poniéndose en pie--. Nuestros actores, como os predije, no eran sino espectros y se han desvanecido en el aire, en la nada --declamó, y su estilo declamatorio se inspiraba en parte en los actores shakespearianos de su juventud, en parte en la ampulosidad y el sonsonete de la presentación de un combate de boxeo y en parte en el tonillo de los desaparecidos cobradores de tranvías y coches de caballos que habían convertido en una cantinela los nombres de los lugares de su ruta. Su voz se elevaba e ilustraba la poesía con gestos muy literales- .. . y, al igual que el tejido sin urdimbre de esta visión, las torres coronadas de nubes, los espléndidos palacioso, los solemnes templos, el gran orbe mismo, sí, todo aquello que este heredó, se disolverá y, así como este inmaterial cortejo se evaporó, no dejará el menor rastro –dejó caer las manos, bajó la voz-. Somos de la misma sustancia de la que están hechos los sueños, y nuestra breve existencia concluye con un sueño.

Luego se despidió y se fue.

INCIPIT 533. LA ZONA DE INTERES / MARTIN AMIS

l. THOMSEN: PRIMERA IMPRESIÓN
No me era extraño el resplandor del relámpago; no me era extraño el rayo. Con una experiencia envidiable en ambas cosas, no me era extraño el aguacero; el aguacero y luego el sol y el arcoíris.
Ella volvía de la Ciudad Vieja con sus dos hijas, y se hallaban ya muy dentro de la Zona de Interés. Delante de ellas, a la espera para recibirlas, se extendía una avenida -casi una columnata- de arces, cuyas ramas y hojas lobuladas se entrelazaban en lo alto. A última hora de una tarde de verano, llena de mosquitos diminutos y brillantes ... Mi cuaderno está abierto sobre un tocón, y la brisa hace fluctuar con curiosidad sus hojas.
Alta, ancha y llena, y, sin embargo, de paso liviano, con un vestido estriado blanco que le llegaba hasta los tobillos y un sombrero de paja de color crema con una banda negra, y un bolso de paja bamboleante (las niñas, también de blanco, también llevaban sombreros y bolsos de paja), entraba y salía de tramos de una calidez leonada, amarillenta, difusa. Reía con la cabeza hacia atrás, y la garganta tensa. Yo le seguía el paso, en paralelo, con mi chaqueta de tweed hecha a medida y mis pantalones de sarga, con mi tablero de pinzas y mi pluma estilográfica.

Ahora las tres cruzaban el camino de entrada a la Academia Ecuestre. Rodeada traviesamente por las niñas, dejó atrás el molino de viento ornamental, el alto palo de mayo, los patíbulos de tres ruedas, el percherón atado con descuido a la bomba de agua de hieno, y siguió hacia delante.

INCIPIT 532. LA LEY DEL MENOR / IAN MCEWAN

Londres. Una semana después de iniciado el Trinity Term. Clima implacable de junio. Fiona Maye, magistrada del Tribunal Superior de Justicia, tumbada de espaldas una noche de domingo en un diván de su domicilio, miraba por encima de sus pies, enfundados en unas medias, hacia el fondo de la habitación, hacia unas estanterías empotradas, parcialmente visibles junto a la chimenea y, a un costado, al lado de una ventana alta, a una litografía de Renoir de una bañista, comprada treinta años antes por cincuenta libras. Probablemente falsa. Debajo, en el centro de una mesa redonda de nogal, un jarrón azul. No recordaba de dónde lo había sacado. Ni cuándo fue la última vez que lo llenó de flores. La chimenea llevaba un año sin encenderse. Gotas de lluvia ennegrecidas caían con un sonido de tictac en la rejilla a intervalos irregulares, sobre un papel de periódico hecho una bola. Una alfombra de Bujará cubría los anchos tablones encerados del suelo. En el borde de la visión periférica, un piano de media cola

INCIPIT 531. EL ASOMBROSO VIAJE DE POMPONIO FLATO / EDUARDO MENDOZA

Que los dioses te guarden, Fabio, de esta plaga, pues de todas las formas de purificar el cuerpo que el hado nos envía, la diarrea es la más pertinaz y diligente. A menudo he debido sufrirla, como ocurre a quien, como yo, se adentra en los más remotos rincones del Imperio e incluso allende sus fronteras en busca del saber y la certeza. Pues es el caso que habiendo llegado a mis manos un papiro supuestamente hallado en una tumba etrusca, aunque procedente, según afirmaba quien me lo vendió, de un país más lejano, leí en él noticia de un arroyo cuyas aguas proporcionan la sabiduría a quien las bebe, así como ciertos datos que me permitieron barruntar su ubicación. De modo que emprendí viaje y hace ya dos años que ando probando todas las aguas que encuentro sin más resultado, Fabio, que el creciente menoscabo de mi salud, por cuanto la afección antes citada ha sido durante este periplo mi compañera más constante y también, por Hércules, la más conspicua. Pero no son mis infortunios lo que me propongo relatar en esta carta, sino la curiosa situación en que ahora me hallo y la gente con la que he trabado conocimiento.

SEXO

Crónica de los Wapshot, John Cheever, p. 157
Bueno, mi madre me dijo que me desnudara, agarró el látigo de mi bisabuelo, Benjamín, y me azotó hasta abrirme la espalda. Había sangre por toda la pared. Mi espalda estaba tan mal que ella se asustó, pero, claro, no se atrevió a llamar a un médico porque hubiera sido muy violento, pero lo peor es que no pude bañarme en todo el verano. Si hubiera ido a nadar, la gente hubiera visto aquellas heridas. No pude nadar en todo el verano.
-¿Cree que esto ha influido en su actitud hacia las mujeres?
-Bueno, señor, en mi pueblo no es fácil enorgullecerse de ser un hombre. Quiero decir que las mujeres tienen mucho poder. Son buenas y tienen buena intención, pero a veces resultan abrumadoras. A veces te parece que no está bien ser un hombre. Verá, hay una historia que cuentan sobre Howie Pritchard. Dicen que en su noche de bodas metió el pie en el orinal y se meó por la pata abajo para que su mujer no oyera el ruido. No debería haber hecho eso. Si  eres un hombre, creo que hay que estar orgulloso y contento de ello.
-¿Ha tenido usted alguna experiencia sexual?
-Dos veces -dijo Coverly-. La primera fue con la señora Maddern. Supongo que no debería decir su nombre, pero en el pueblo todo el mundo sabe cómo es ella y es viuda.
-¿Y la otra experiencia?
-También fue con la señora Maddern.
-¿Ha tenido usted alguna experiencia homosexual?
-Bueno, creo que ya sé a lo que se refiere -dijo Coverly-. Lo hice mucho cuando era joven, pero hace mucho  tiempo que juré dejarlo. Pero me parece a mí que hay cantidad de esos por aquí. Más de lo que yo esperaba. Hay uno donde yo vivo ahora. Siempre me está pidiendo que entre en su cuarto a ver fotografías. Me gustaría que me dejara en paz. Verá, señor, si hay una cosa en el mundo que no quisiera ser es un marica.

-¿Querría usted hablarme de sus sueños?

PARIS

París, Marcos Giral Torrente, p.130
No afloró de pronto sino que lo hizo en un momento en el que sus llamadas se habían hecho más urgentes, más emotivas y más imprevisibles, si cabe, de lo acostumbrado. Valiéndome de un recurso no muy correcto porque otorga excesiva rotundidad a una intuición que es de por sí evanescente, diría que desde hacía algún tiempo no parecían obedecer a la rutinaria y perentoria necesidad de saber de mí, sino que surgían de una necesidad más egoísta, como cuando uno, porque se encuentra solo o preocupado y llega esa noche oscura en que todas las dudas se acumulan y nos hieren y no vemos salida a una vida que se nos antoja  irrevocablemente prefigurada por nosotros mismos, necesita el contacto de alguien querido, no tanto porque este alguien vaya a darnos la respuesta imposible, como porque escuchar su voz, sentirlo cerca y que nos reconozca, nos ayuda a reafirmarnos en el camino elegido, a afianzar nuestra elección por encima de todos los errores y aciertos que ya no alcanzamos a    rectificar. De esto no me di cuenta entonces, repito que tampoco estoy seguro de que fuera así. Es, tan sólo, un presentimiento que me asalta retrospectivamente, la impresión indemostrable de que mi madre se demoraba más por teléfono, de que sus llamadas eran más desordenadas aún de lo habitual, y sobre todo el recelo, éste sí sentido mientras sucedía  aunque enseguida rechazado y olvidado, de que no las hacía siempre para hablar conmigo, que a veces quiso eludirme, llamar cuando pensaba que yo no estaba, encontrar sola a mi tía. 

EL TAMAÑO

Yo maldigo el río del tiempo, Peter Petterson, p. 81-82
aquel episodio del libro de Hemingway, París era una .fiesta, en el que el propio Hemingway y su colega Scott Fitzgerald, más establecido y mayor que él, entran en el servicio de una cafetería en la esquina de la rue Jacob con la rue de Saint-Peres, en París, para echarle un vistazo al tamaño del aparato de Fitzgerald. Su mujer Zelda se había expresado con desdén diciendo que el grado de felicidad en tales asuntos era una cuestión de longitud y que Fitzgerald, tal y como estaba montado, nunca podría hacer feliz a una mujer;· el hombre  estaba destrozado. Pero en el servicio, Hemingway pudo constatar que todo estaba en orden, tú estás perfectamente, Scott, le dijo, pero visto así desde arriba te vas a llevar una impresión equivocada, mírate de perfil en un espejo, le aleccionó, y luego te vas al Louvre y miras las estatuas que tienen allí, y verás cómo sales muy bien parado. Y no es que fueran malos  consejos, pero cuando volví a leer aquello después de haber cumplido los treinta, esto es, ese mismo año del que estamos hablando, 1983, en lo primero que me fijé fue en el tono despectivo con que estaba escrito el episodio. Más de treinta años después de París, Hemingway seguía sintiendo la necesidad de hundir a Fitzgerald, y eso que Fitzgerald iba ya para abajo en el momento en que tuvo lugar el episodio, y acabaría su vida casi olvidado y enfangado en el alcohol, mientras que Hemingway iba para arriba y permanecería en la cima mucho tiempo. Aquello evidenciaba una mezquindad que veía aparecer una y otra vez en su obra, y sentía en especial lo dolorosa que era la escena del servicio de la rue Jacob, como si se tratara de mí personalmente, y empecé a cavilar sobre hasta qué punto marcaba la obra de Hemingway el hecho de que no cabía duda de que podía ser un cabrón, y creo que habría podido llevar aquel razonamiento muy lejos, y aportar muchos ejemplos, si en ese mismo momento

INCIPIT 530. EL ESCUDO DE JOTAN / RAFAEL SANCHEZ FERLOSIO

Dos tiros habían rajado el silencio de la mancha, y a las voces del hombre saltaron los otros de sus escondites, y acudían aprisa, restregando y haciendo sonar la maleza, de la que apenas asomaban las cabezas y los hombros por encima de las jaras, mientras él los veía venir, con las piernas abiertas, inmóvil, con la escopeta en sus brazos, cruzada delante del pecho, y los miraba con toda su sonrisa, conforme iban llegando, uno a uno, y formaban el corro alrededor de la loba moribunda, que aún se debatía y manchaba de sangre los cantos rodados, en un pequeño claro del jaral, donde los cortos hilillos de hierba de febrero raleaban mojados todavía por el rocío de la mañana. El alcalde fue el último en llegar, cojeando y abriéndose camino con la culata de su arma, por entre la espesura de altos matorrales, a la mirada de todos los otros, que le abrían un hueco en el corro y guardaban silencio, como esperando a ver lo que decía; y primero miró unos instantes a la loba y después levantó la cabeza hacia la cara del que la había derribado y dijo:

NO CAMBIAMOS DE GOLPE

París, Marcos Giralt Torrente, p. 139
Resulta difícil no cuartear el tiempo cuando se reflexiona sobre el pasado, no dividirlo en bloques de acuerdo con el paTRón de los hechos que más nos marcaron, no adjudicarle poderes que en si mismo no tiene, no pensar en él como si la llegada de una fecha tuviera capacidad para transformarnos radicalmente. Hasta la muerte de mi padre fui de este o de este otro modo, decimos, cuando en realidad deberíamos decir que en esa fecha algo que ya estaba en nosotros empezó a manifestarse o a hacerse visible. Semejante sinsentido es el reflejo de un error mayor, el de creer que cambiamos de golpe y no poco a poco, corno si simultáneamente no pudieran influir en nosotros impulsos opuestos.

INCIIT 529. HOMENAJE A MELVILLE / JEAN GIONO

La traducción de Moby Dick, de Herman Melville, empezada supuestamente el 16 de noviembre de 1936, se terminó el  10 de diciembre de 1939. Pero mucho antes de comenzar ese trabajo durante por lo menos cinco o seis años, ese libro ha sido mi acompañante extranjero. En mis paseos por las colinas lo llevaba regularmente conmigo. Y entonces, cuando a veces me tocaba abordar esas grandes soledades onduladas como el mar pero inmóviles, no tenía más que sentarme, apoyar la espalda en el tronco de un pino y sacar del bolsillo ese libro que ya empezaba a agitarse

INCIPIT 528. LA CURA SCHOPENHAUER / IRVIN D.YALOM

Cada vez que respiramos ahuyentamos la muerte que constantemente nos acecha{ ... ] La muerte saldrá vencedora, pues desde que nacemos se convierte en nuestro sino, aunque juega brevemente con su presa antes de tragársela. Sin embargo, perseveramos en vivir la vida con gran interés y mucho afán, del mismo modo que hinchamos una pompa de jabón tan grande como nos es posible, aun a sabiendas de que reventará.
Julius conocía tan bien como cualquiera los sermones sobre la vida y la muerte. Con los estoicos afirmaba que «tan pronto nacemos empezamos a morir», y con Epicuro razonaba que «Si donde yo estoy no está la muerte, y donde está la muerte no estoy yo, ¿por qué temerla?» En su condición de médico y psiquiatra, había susurrado estas mismas palabras de consuelo a oídos de moribundos.
Aun cuando estaba convencido de que estas sombrías reflexiones eran de utilidad para sus pacientes, nunca pensó que algún día pudieran tener relación con él. Es decir, hasta aquel momento terrible que iba a cambiar su vida para siempre.
Había ocurrido cuatro semanas atrás, durante su chequeo anual. Su internista, Herb Katz -viejo amigo y compañero de facultad-, acababa de concluir su reconocimiento y, como siempre, le dijo que se vistiera y pasara luego al despacho. Herb estaba sentado a su mesa, hojeando el historial de Julius.

-En conjunto, se te ve bastante bien para ser un viejales de sesenta y cinco años. La próstata está un poco hinchada, pero la mía también. Hemograma, colesterol y niveles de lípidos, todo correcto, gracias a los medicamentos y a tu dieta. 

HIJOS UNICOS

París, Marcos Giralt Torrente, p.103
Cuando se es hijo único, cuando no se tiene el espejo de unos hermanos donde mirarse, la inseguridad sobre lo que somos parece mayor que si los tuviéramos, que si hubiéramos crecido aliado de alguien que ha tenido las mismas influencias, los mismos padres, y aun así es nítidamente diferente de ellos y por supuesto de nosotros. Cuando no hay hermanos al lado en los que descargar peso, los padres son lo único, la única referencia, nuestro único punto de mira. Todo empieza y se agota en uno y fenómenos tales como la traición, el amor, la admiración o el deber se sienten con mayor intensidad. Los lazos son más fuerces o marcan más, y muy a menudo resulta difícil distinguir lo propio de lo heredado. No tenemos con quién contrastar, la soledad nos ahoga. ¿Con quién compartir o descargar peso? ¿A quién preguntar, a quién responder, a quién culpar? ¿Cómo tomar distancia? ¿Cómo construir con la memoria una historia equilibrada cuando tan sólo disponemos de una mirada y esa mirada está tamizada, influida además, por nuestro propio ser único? Cuando no se tienen hermanos todo parece diseñado especialmente para nosotros. El peligro es que tendemos a magnificar y que de cada palabra que nos dicen, de cada mirada recibida o de cada desaire que nos hacen, de cada suceso presenciado, intuido, que nos cuentan o que no sucede siquiera, sacamos conclusiones infinitas. De ahí que nos atemos más y que nos equivoquemos también más. Puede que sobreestimemos a nuestros padres, que nos sea más difícil la necesaria ruptura, y puede que en ocasiones no los valoremos como merecen. Todo puede dolernos más, y más que cualquier otra cosa nuestro propio ser único. Estamos solos.

MENTIRAS

París, Marcos Giral Torrente, p. 102
Lo que me inquieta en el fondo es el manido dilema de si no contar es exactamente mentir, si la mentira para serlo necesita ser deliberada, si desde el momento en que ocultamos algo, en que no lo contamos porque no nos parece oportuno ni conveniente, estarnos mintiendo, o si, por el contrario, el engaño, por llamarlo de algún modo, surge en esos casos por accidente, se instala con el correr del tiempo cuando, tras esperar el momento adecuado para contar y no llegar éste y ser cada vez más difícil hablar, una cosa acaba siendo igual a la otra. Lo cual inevitablemente me hace desembocar en la cuestión de si, por muy cerca que nos sintamos de quienes nos rodean, podemos estar seguros de lo que sabemos sobre ellos, de si aquello que nos cuentan es todo y no sólo una parte, y también de si saber o no saber modifica en algo nuestra vida.

INFANCIA RECUPERADA

París de Marcos Giralt Torrente, p. 46-47
Algo distinto es lo que ocurre con las horas inmensas que se mantienen despobladas, con codo ese tiempo perdido que no sé encerrar en imágenes ni acierto tampoco a recuperar por medio de la palabra. Suele decirse que es con la vejez cuando las imágenes de la infancia regresan, y que hasta entonces perduran en la nebulosa, un túnel cada vez más profundo de paredes lisas e iguales del que sólo penden unas pocas bombillas insuficientes para iluminarlo en toda su extensión. Tal vez la sensación de vado proceda de ahí, y tenga que esperar a esa edad para que lo que ahora es sombra se nutra de luz, para que las figuras y las conversaciones, los temores y las horas gastadas en común, los juegos y también las discusiones y los momentos de tensión que sin duda hubo, se presenten de nuevo ante mí tal y como fueron, distintos unos de otros. Mi madre por las mañanas al despertarme; mi madre metiéndome prisa para que no perdiera el autobús del colegio; mi madre saliendo de casa para ir al suyo en coche; mi madre en casa, cuando yo regresaba a las seis y ella ya estaba allí desde el mediodía; mi madre empeñándose en que hiciera los deberes; mi madre preocupada; mi madre alegre; mi madre como única espectadora de mis gracias de niño; mi madre leyéndome los libros que por mi mismo no leía; mi madre contestando a mis preguntas; mi madre mandándome a la cama y viniendo luego a darme un beso; mi madre cerrando la puerta; mi madre dejándose acariciar o acariciándome ella... Idas y venidas del colegio; fines de semana que, antes de llegar, crecían ante mis ojos para apagarse, una vez llegados, con el gris mortecino de cada domingo; días distintos y a la vez iguales, días cortos y largos, días en los que al regresar a casa sólo la tenía a ella. Los instantes por evocar son muchos y se anulan entre sí, se superponen unos a otros con la fuerza de lo que no se altera. 

INFANCIA RECORDADA

De París de Marcos Giralt Torrente, p. 59
Cuando una parte fundamental de lo que nos rodea en la infancia no ha permanecido siempre inamovible, cuando no se nos mostró desde el principio tal y como de verdad era, sino que se nos ocultó o disfrazó hasta un momento determinado y tuvimos luego que recapitular y aprender a considerarlo bajo una perspectiva nueva, ya nada adquiere consistencia de certeza. La doblez, el engaño, nos vuelven desconfiados y la verdad así revelada, lo que uno ha vivido o experimentado y lo que sólo es materia de especulación se mezclan sin que sea fácil diferenciarlos. Las intuiciones adquieren igual peso que las evidencias y, si hay ocasiones en las que acertamos, hay a cambio otras muchas en las que no llegarnos a distinguir lo realmente sabido de lo simplemente imaginado, en que vernos sombras chinescas donde sólo hay una pared, una sombra y una palma mecida por el viento. Si además esa realidad revelada no es corriente y comienza, por el contrario, a vivirse como natural porque lo es para quien nos la ha revelado, para quien nos quitó la venda, la madeja de la confusión se complica más.

TERAPIA

De Algún día todo esto te será útil de Peter Cameron, p. 184-185
-Ayer hice algo que estuvo muy mal.
Ella pareció un poco alarmada, pero lo superó enseguida.
-¿Sí? ¿Qué hiciste?
Le conté lo que le había hecho a John y cómo había reaccionado él.
Ella guardó silencio durante un momento. Comprendí que aún pensaba en la mujer del loro y el 11 de septiembre, que trataba de imaginar la relación que había entre eso y John y se preguntaba cómo debería planteármelo. Esa era la otra cosa que empezaba a irritarme de la terapia: la suposición de que todo estaba relacionado y, cuantas más relaciones pudieras establecer, tanto mejor. Me recordaba aquellos rompecabezas que hacíamos en primaria, en los que trazabas líneas entre figuras iguales en diferentes columnas y finalmente tenías demasiadas líneas y todo estaba conectado en una gran maraña.
-¿Por qué crees que hiciste eso? -me preguntó la doctora.
-Creo que quería demostrar que podía ser esa otra persona, alguien capaz de atraer a John. Y pensé que si podía concebir a esa persona y convencer a John de que existía, entonces, de alguna manera, yo podría ser esa persona o aspirar a serlo. Sé que parece estúpido, pero a mí me parecía inteligente. No me di cuenta de que estaba engañando a John.
-Así pues, ¿te interesa John?
-¿Si me interesa? ¿Qué quiere decir?
-Creo que sabes lo que quiero decir.
No dije nada. Pensé que preferiría no haber sacado aquello a relucir y estar hablando todavía de la señora desaparecida.
-¿Qué querías que pasara anoche con John? –me preguntó ella.
-No lo sé -respondí-. No sé qué es lo que pasa cuando dos personas tienen mutuo interés ... ¿o se dice que se interesan una por la otra? Nunca estoy seguro de cómo es mejor decirlo.
-No creo que importe.
-Claro que importa. Una manera debe de ser correcta y la otra no. Y si no te esmeras por decirlo bien, estás causando ...
-¿Causando qué?

-Una decepción al mundo. Las pequeñas cosas, como usar correctamente el lenguaje, son lo que hace funcionar al mundo. Funcionar correctamente, quiero decir. Si no hacemos caso de esas pequeñas cosas, el caos se impondrá. Esa clase de errores son pequeñas grietas en la  presa y usted cree que no importan, pero se acumulan, sus errores y los de todos los demás, y entonces sí que importan.

TIBURONES Y CORDEROS

De Algún día este dolor te será útil de Peter Cameron, p. 184-185
 No me gusta nada hablar con personas que trabajan a comisión. Durante años no supe que existían esa clase de empleos, pero cuando tenía diez años, fui con mi padre a un concesionario de BMW en Nueva Jersey a comprar un coche nuevo, cuando mi padre le dijo al vendedor que nos había atendido que iba a mirar en otros sitios este se mostró tan agresivo que prácticamente se abalanzó sobre nosotros cuando nos íbamos. Recuerdo que le pregunté a mi padre qué le pasaba a aquel hombre y respondió que no le pasaba nada, que actuaba así porque era un tiburón y me dijo que en ciertos empleos tenías que ser un tiburón, que todo el mundo lo comprendía y por ello resultaba aceptable. Le pregunté a mi padre si él era un tiburón y dijo que no, él era más bien como un buitre, dejaba que otros animales hicieran la carnicería y él se alimentaba de los restos. Esas revelaciones me turbaron mucho y quise preguntarle si había trabajos para corderos y conejos, pero algo en mi interior me dijo que no debía hacerle esa pregunta. Pensé que tal vez me volvería más agresivo a medida que me hiciera mayor, pero no ha sido así, de modo que es un problema que todavía tengo sin resolver. Creía que en el mundo del arte la gente tendería a lo corderil, pero no es el caso. John es claramente un tiburón, a su manera genial y despreocupada; y mí madre, en ocasiones, puede recordar poderosamente a un buitre. Así pues, esa era otra razón apremiante para marcharme de Nueva York y encontrar un medio de vida que no requiriese un salvaje comportamiento instintivo. Una mujer había entrado en la galería mientras hablaba con Jeanine Breemer y estaba mirando con detenimiento cada uno de los cubos de basura. Tenía un cuadernillo en el que copiaba la información de las etiquetas  en las paredes que identificaban cada pieza.

#2 r. Encolado de aluminio, papel, objetos encontrados, piel de conejo fragmentada, rotulador, cera de abeja, cabello humano. 6ox75cm.

TERAPIA. 11S

De Algún día este dolor te será útil de Peter Cameron, p. 181-182
al colegio Stuyvesant, un centro que está muy cerca de la Zona Cero. Así pues, supongo que tu experiencia de aquel día fue especialmente intensa.
-Sé que va a pensar de mí que soy agresivo adrede, pero realmente detesto ese término.
-¿Qué término?
-Zona Cero.
-¿Ah, sí? ¿Por qué?
-Me parece un eufemismo, algo que podrían decir en una película de James Bond. Y se ha convertido en un destino. La gente dice: “Vamos a la Zona Cero” como dice: "Vamos al Rockefeller Center” o “Vamos al estadio de los Yankees”.
-¿Cómo te gustaría referirte a ese lugar?
-No lo sé. El solar del World Trade Center. El sitio donde estuvo el World Trade Center. “Vamos al solar donde estuvo el World Trade Center antes de que los terroristas estrellaran un avión contra él y lo derrumbaran.”
-De acuerdo. Puesto que Stuyvesant está muy cerca del solar donde estuvo el World Trade Center, imagino que tu experiencia de ese día fue intensa.
-Creo que ese día fue intenso para todo el mundo.
Ella sacudió la cabeza con el semblante entristecido.
-Estoy de acuerdo contigo, pero no me refiero a eso. Estabas al otro lado de la calle donde se encontraban las torres. Supongo que viste cuanto sucedió. No creo que todo el mundo tuviera esa experiencia.
Era cierto que lo habíamos visto todo desde las ventanas del aula. No le respondí enseguida.
Pensé en algo que había leído en el periódico uno o dos meses después del 11 de septiembre de 2001. Se refería a una mujer a la que nadie sabía desaparecida. Nadie la había echado de menos. Nadie informó de su desaparición. Ni familiares ni amigos. Sus vecinos no se dieron cuenta. Se trataba de una persona muy reservada y llevaba una vida tan solitaria que su ausencia no afectó a nadie. Tan solo su manicura cayó en la cuenta. Iba todas las semanas a arreglarse las uñas y, como no aparecía y no era posible localizarla, la manicura avisó a la policía. Irrumpieron en su piso. Encontraron un pájaro, un loro o algo por el estilo, muerto en su jaula, y, naturalmente, ni rastro de ella, solo el periódico del II de septiembre todavía abierto sobre la mesa de la cocina. Y lo había abierto más de un mes antes de que alguien pensara en la posibilidad de su desaparición y, de no haber sido por la manicura, nadie lo habría sabido jamás.
-Estaba pensando en la mujer que murió el 11 de septiembre y de la que nadie supo que había desaparecido -le dije a la doctora-. ¿Leyó la noticia?
-Creo que no.

Le conté la historia de aquella mujer y ella me dijo que había oído hablar de varias personas así, personas que habían muerto pero cuya desaparición nadie había notado, por lo menos de inmediato. Me preguntó por qué creía que estaba pensando en aquella mujer. Esa pregunta me puso muy triste. Triste y con una sensación de derrota, porque no tenía duda de que ella sabía por qué pensaba en aquella mujer.

INICPIT 527. LOS PAPELES DE PUTTERMESSER / CYNTHIA OZICK

Puttermesser tenía treinta y cuatro años de edad; era abogada. En cierto modo era también feminista, pero no extrema, aunque detestaba que agregaran “señorita" delante de su nombre; lo consideraba decididamente discriminatorio: quería ser una abogada entre abogados. Si bien no era virgen, vivía sola, pero extrañamente en el Grand Concourse del Bronx, rodeada de los padres decrépitos de otra gente. Los padres de Puttermesser se habían mudado a Miami Beach. Con los pies enfundados en pantuflas peludas, resabios de sus años de colegio secundario, deambulaba por el laberíntico e interminable departamento en el que había vivido toda su vida y en el que todavía se amontonaban, en el atril del piano, partituras amarillentas donde su profesora había marcado los pasajes que debía practicar. Puttermesser siempre iba un poco más allá de las tareas que le asignaban, aun en sus días de escuela. Sus maestras decían a su madre que Puttermesser era una niña altamente motivada y orientada hacia el cumplimiento de los objetivos

INCIPIT 526. YO MALDIGO EL RIO DEL TIEMPO / PER PETTERSON

Todo esto sucedió hace unos cuantos años. Mi madre llevaba un tiempo sintiéndose muy mal. Para que dejaran de darle la murga quienes la rodeaban y se preocupaban, mis hermanos sobre todo, y mi padre también, acabó yendo al médico al que solía ir, al que iba mi familia desde la noche de los tiempos. A esas alturas debía de ser un hombre muy mayor, porque no recuerdo haber ido jamás a otro médico y tampoco recuerdo que fuera nunca joven. Incluso yo iba a su consulta, aunque vivía a decenas de kilómetros de distancia.
Tras una breve revisión, el viejo médico de familia la derivó de inmediato al hospital de Aker, para que le hicieran un examen más detenido. Cuando hubo pasado por varias pruebas, tal vez dolorosas, en habitaciones pintadas de blanco o de verde claro, verde manzana, en el gran hospital situado casi en el cruce de Sinsen, en el lado de Oslo que siempre me ha gustado pensar que era el nuestro, esto es, el del este, le dijeron que se fuera a casa y esperara quince días a que estuvieran listos los análisis. Cuando por fin llegaron, resultó que tenía cáncer en el estómago. Su primera reacción fue la siguiente: Durante años y años me he pasado las noches en vela, sobre todo cuando los niños eran pequeños, por el pánico a morirme de un cáncer de pulmón, y ahora voy y me cojo un cáncer de estómago. ¡Cuánto tiempo perdido!

Así era mi madre. Y fumaba, como lo he hecho yo durante toda mi vida adulta. 

INCIPIT 525. PARIS / MARCOS GIRALT TORRENTE

Es durante el silencio de la noche, en ese tiempo previo al sueño en el que la más severa de las pesadillas acude a nosotros y nos hace buscar vencidos el cálido espejismo de quien duerme a nuestro lado, cuando el recuerdo de mi madre se hace omnipresente y golpea en mi conciencia como un antiguo intruso que llamara a la puerta para recuperar el sitio del que una vez fue expulsado. Ocurre pocas veces, pero en esas ocasiones remordimientos y temores que creía dominados se apoderan de mí y no me dejan discernir. Me encuentro de pronto oscilando entre el lamento, que es reproche hacía ella, porque no me baste ya con su presencia para que todo a mí alrededor cobre significado, y la pena, que es  reproche hacia mí, por no darme cuenta de que también ella  fue niña y, como yo, nunca más tendrá quien apague sus temores de fracaso y olvido.

Es la nostalgia. Es el  miedo. Son los sueños. Es la soledad que amenaza desde lo oscuro. Es no saber y querer, aun así, que lo sentido y Jo imaginado coincidan. Es la duda. Son las preguntas sin responder. Son las ganas de correr hasta donde me espera para decirle: Está bien, lo sé todo. En realidad, no tengo daros mis sentimientos y simplemente no alcanzo a explicarme cómo es posible que en momentos de desánimo todavía necesite recurrir a algo que a lo

INCIPIT 524. ALGUN DIA ESTE DOLOR TE SERA UTIL / PETER CAMERON

Jueves, 24 de julio de 2003

Casualmente, el día que mi hermana Gillian decidió que en lo sucesivo pronunciaría su nombre con g fuerte fue el mismo día que regresó mi madre, demasiado pronto y sola, de su luna de miel. Ni lo uno ni lo otro me sorprendió: Gillian, por entonces entre el tercer y el cuarto curso en Barnard, salía con un profesor de Teoría del Lenguaje llamado Rainer Maria Schultz y, claro, se había vuelto una fanática de la lingüística y a menudo peroraba sobre el lenguaje “puro” del que supuestamente Gillian con g fuerte era un ejemplo. Por otro lado, mi madre había decidido contraer matrimonio precipitadamente con un hombre raro que se llamaba Barry Rogers. Si bien Gillian con g fuerte y yo habíamos sospechado que ese enlace (el tercero de mi madre) no duraría mucho, supusimos que sí sobreviviría a la luna de miel, pero cuando nos enteramos de que se proponían pasarla en Las Vegas, nuestro escepticismo aumentó. Mi madre, que se ha pasado la vida evitando lugares como Las Vegas y des

TERAPIA

De Algún día este dolor te será útil de Peter Cameron, p. 100-101
-Comprendo -dijo ella.
Me molesta que la gente diga: “Comprendo”. Eso no significa nada y me parece algo hostil. Cada vez que alguien me dice “Comprendo” creo que realmente me está diciendo: “Que te den”. Estuve a punto de preguntarle qué era lo que comprendía, pero me di cuenta de que eso no nos llevaría a ninguna parte y no le dije nada.
-¿Qué tal te sientes hoy? -me preguntó al cabo de un momento.
Me di cuenta de que estar en la consulta de una psiquiatra y que esta me preguntara cómo me sentía era algo que me ponía triste, así que le dije:
-Me siento triste. -Y por alguna razón cerré los
-¿Ah, sí?
-Sí.
Ella guardó silencio durante un rato y, al cabo, me preguntó:
-¿Sabes por qué te sientes triste?
Abrí los ojos. Aunque solo habían transcurrido unos segundos y todo seguía igual, me sentía como si hubiese estado largo tiempo ausente. La doctora Adler me miraba pacientemente, a la manera en que una psiquiatra miraría a su paciente, con una ausencia perfecta de expresión en el semblante, salvo un leve atisbo de preocupación.
-¿Desde cuándo te sientes así? -me preguntó al cabo de un momento. Sé que ella quería decir en general, pero no podía responderle “Siempre”. No podía decirle cuántos días o meses o años. No era como si me hubiera despertado una mañana con fiebre.
-Desde hace bastante tiempo -respondí.
-¿Días? -preguntó-. ¿Semanas? ¿Meses? –Hizo una pausa- . ¿Años?
-Años.
-Sé que tus padres se divorciaron. ¿Crees que tu tristeza se relaciona con eso?
-La verdad es que no fue ninguna ayuda.
-¿Entonces ya estabas triste con anterioridad?
-Sí. Y me gustaría que me dijera qué más sabe de mí. Supongo que ha hablado con mi padre.

-En efecto. La verdad es que hablé con los dos, pero solo brevemente.

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