Crónica de los Wapshot, John Cheever, p. 325-326
Se sentó ante el tocador y se
quitó los pendientes, las pulseras y el collar de perlas y empezó a estirarse
el pelo con el cepillo.
Moses sabía que las mujeres
pueden adquirir muchas formas; que, en las convulsiones del amor, son capaces
de adquirir el aspecto de cualquier bestia o belleza de la tierra o el mar -fuego,
cuevas, la dulzura del tiempo de la cosecha- y de proyectar en la mente, como
la luz en el agua, su más brillante imaginería, y no le preocupaba que ese don para
la metamorfosis fuera utilizado en apoyo de toda clase de intrigas venales y
mezquinas para engrandecerse. Mases había aprendido que era conveniente tener
en cuenta las actitudes que con mayor frecuencia adoptaban las mujeres que amaba,
de manera que cuando una mujer cariñosa parecía transformarse de repente, por
algún motivo que solo ella conocía, en
una solterona, él estuviera preparado para ello y no hubiese mucho peligro de
que perdiera la esperanza que sustentaba su paciencia, porque, si bien las
mujeres podían metamorfosearse a voluntad, él había descubierto que no eran
capaces de mantener esos papeles durante mucho tiempo y que, si él lograba
soportar, pacientemente, un disfraz o una destemplanza o una falsa modestia,
esta desaparecía pronto. Ahora observó los cambios que se habían producido en
su mujer de piel dorada, intentando descubrir qué papel estaba representando.
Representaba la castidad, una
castidad desdichada e implacable. Representaba a una solterona insatisfecha.
Ella miró despectivamente el lugar donde él había dejado caer su ropa,
apartando los ojos al mismo tiempo del punto donde él se erguía en cueros.
-Quisiera que aprendieses a
recoger tus cosas, Moses -dijo, con un sonsonete que él no reconocía.
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