La ley del menor, Ian McEwan, p. 146-147
Newcastle pertenecía a una época
de su vida y se sentía como en casa allí. De adolescente lo había visitado
varias veces, durante las enfermedades recurrentes de su madre, para pasar una temporada
con sus primas predilectas. El tío Fred era dentista y el hombre más rico que
había conocido. La tía Simone daba clases de francés en un centro de enseñanza
secundaria. En la casa reinaba un caos agradable, una liberación respecto de
los dominios impolutos y asfixiantes de
su madre en Finchley. Sus primas, de una edad cercana a la suya, eran alegres y
revoltosas y la obligaban a salir por la noche a cumplir misiones aterradoras
que incluían el consumo de alcohol y a cuatro chicos apasionados de la música,
de pelo largo hasta la cintura y bigotes caídos, que parecían unos libertinos
pero resultaron ser majos. A sus padres les habría asombrado y consternado
saber que su estudiosa hija de dieciséis años era una cara conocida en algunos
clubs, bebía aguardiente de cerezas y cubalibres y ya tenía su primer amante.
Y, lo mismo que sus primas, era una fan incondicional y una ayudante novata de
una banda de blues que tocaba gratis, y las tres arrastraban amplificadores y
las piezas de la batería para meterlos en una furgoneta herrumbrosa que siempre
se averiaba. A menudo ella afinaba las guitarras. Su emancipación tuvo mucho que
ver con el hecho de que sus visitas eran infrecuentes y nunca duraban más de
tres semanas. Si se hubiera quedado más tiempo -lo que nunca fue posible- quizá
le hubiesen permitido cantar los blues. Quizá se hubiera casado con Keith, el
cantante solista al que ella tímidamente adoraba, que tocaba la armónica y
tenía un brazo atrofiado.
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