París, Marcos Giralt Torrente, p.103
Cuando se es hijo único, cuando
no se tiene el espejo de unos hermanos donde mirarse, la inseguridad sobre lo
que somos parece mayor que si los tuviéramos, que si hubiéramos crecido aliado
de alguien que ha tenido las mismas influencias, los mismos padres, y aun así
es nítidamente diferente de ellos y por supuesto de nosotros. Cuando no hay hermanos
al lado en los que descargar peso, los padres son lo único, la única
referencia, nuestro único punto de mira. Todo empieza y se agota en uno y
fenómenos tales como la traición, el amor, la admiración o el deber se sienten
con mayor intensidad. Los lazos son más fuerces o marcan más, y muy a menudo
resulta difícil distinguir lo propio de lo heredado. No tenemos con quién
contrastar, la soledad nos ahoga. ¿Con quién compartir o descargar peso? ¿A
quién preguntar, a quién responder, a quién culpar? ¿Cómo tomar distancia?
¿Cómo construir con la memoria una historia equilibrada cuando tan sólo
disponemos de una mirada y esa mirada está tamizada, influida además, por
nuestro propio ser único? Cuando no se tienen hermanos todo parece diseñado especialmente
para nosotros. El peligro es que tendemos a magnificar y que de cada palabra
que nos dicen, de cada mirada recibida o de cada desaire que nos hacen, de cada
suceso presenciado, intuido, que nos cuentan o que no sucede siquiera, sacamos
conclusiones infinitas. De ahí que nos atemos más y que nos equivoquemos
también más. Puede que sobreestimemos a nuestros padres, que nos sea más
difícil la necesaria ruptura, y puede que en ocasiones no los valoremos como
merecen. Todo puede dolernos más, y más que cualquier otra cosa nuestro propio
ser único. Estamos solos.
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