Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

HIJOS UNICOS

París, Marcos Giralt Torrente, p.103
Cuando se es hijo único, cuando no se tiene el espejo de unos hermanos donde mirarse, la inseguridad sobre lo que somos parece mayor que si los tuviéramos, que si hubiéramos crecido aliado de alguien que ha tenido las mismas influencias, los mismos padres, y aun así es nítidamente diferente de ellos y por supuesto de nosotros. Cuando no hay hermanos al lado en los que descargar peso, los padres son lo único, la única referencia, nuestro único punto de mira. Todo empieza y se agota en uno y fenómenos tales como la traición, el amor, la admiración o el deber se sienten con mayor intensidad. Los lazos son más fuerces o marcan más, y muy a menudo resulta difícil distinguir lo propio de lo heredado. No tenemos con quién contrastar, la soledad nos ahoga. ¿Con quién compartir o descargar peso? ¿A quién preguntar, a quién responder, a quién culpar? ¿Cómo tomar distancia? ¿Cómo construir con la memoria una historia equilibrada cuando tan sólo disponemos de una mirada y esa mirada está tamizada, influida además, por nuestro propio ser único? Cuando no se tienen hermanos todo parece diseñado especialmente para nosotros. El peligro es que tendemos a magnificar y que de cada palabra que nos dicen, de cada mirada recibida o de cada desaire que nos hacen, de cada suceso presenciado, intuido, que nos cuentan o que no sucede siquiera, sacamos conclusiones infinitas. De ahí que nos atemos más y que nos equivoquemos también más. Puede que sobreestimemos a nuestros padres, que nos sea más difícil la necesaria ruptura, y puede que en ocasiones no los valoremos como merecen. Todo puede dolernos más, y más que cualquier otra cosa nuestro propio ser único. Estamos solos.

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