Retratos de Will, Anne Beattie, p. 87-88
Mientras subía por las escaleras,
Jody pensaba en lo extraño que era entrar en la vida de otro. Ahora el perro de
abajo la reconocía. Y las pequeñas cosas que rodeaban la vida de Mel también le
daban la bienvenida. Uno no se limita a asumir la vida de alguien; como un
imán, atraes todo aquello que rodea la vida de la otra persona: el saludo del cartero,
el empleado de la gasolinera que os sonríe a los dos, el camarero que pregunta “¿Qué
tal?” dirigiéndose a las dos caras, la esposa del compañero de trabajo que te invita
a comer. Antes de que pudieras darte cuenta, ya tenías un vaso preferido; el
pintalabios que te habías dejado olvidado terminaría en una bandejita, al fondo
del lavabo. Te escondería el cepillo de dientes para que cuando llegaras a tu
casa tuvieras que comprarte uno nuevo. Y cuando regresaras, ahí verías tu cepillo,
en el vaso. Y te darías cuenta de que la historia ya iba muy en serio cuando en
su apartamento empezaran a proliferar tus cosas: las cosas que te compró para
que fueran tuyas en caso de que no te hubieras olvidado las suficientes en su
casa. Cuando dejara de llevar su camisa azul a la tintorería y la metiera en la
colada de casa porque esa camisa ya se había convertido en tu camisón favorito.
Cuando te comprara una planta en vez de un ramo de flores con la intención de
que lo llamaras para asegurarse de que la había regado. Cuando las sudaderas empezaran
a ser unisex y a mezclarse. Cuando en la nevera ya hubiera fotos de los dos.
Cuando lo llamaran otras mujeres y él no cerrara la puerta ni bajara la voz y, después
de colgar, se comportara como si nada hubiera interrumpido vuestra
conversación.
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