Crónica de los Wapshot, John Cheever, p. 342
Moses sabía que si concedemos que
en los hombres hay vestigios de ritos sexuales -que si la naturalidad de su
postura cuando le pusieron en las manos por primera vez un palo de hockey, el
placer que le proporcionaban los equipos de deportes que había en el armario de
West Farm, o la sensación, experimentada
durante la melé de un partido de pelota un día de lluvia, de estar mirando, en
los últimos minutos de luz y de juego, al pasado remoto de su especie, si todo eso
tenía alguna validez-, debe de haber ritos y ceremonias equivalentes para el
sexo opuesto. Con eso, Mases no se refería a la habilidad para metamorfosearse
velozmente, sino a otra cosa, relacionada quizá con la capacidad que poseen las
mujeres hermosas de evocar paisajes, una sensación de terrible distancia, como
si sus ojos descansaran en un horizonte que ningún hombre hubiese visto. Había
cierta evidencia física de ello: sus voces se hacían más suaves y sus pupilas se
dilataban y parecía que estuvieran recordando una travesía femenina por aguas
femeninas hasta una isla amurallada en la que se entregaban, por la naturaleza
de su mente y de sus órganos, a ritos secretos que renovarían sus encantadoras y
creativas reservas de tristeza. Mases no esperaba llegar a saber nunca lo que
sucedía en la mente de Melissa, pero, al ver ahora que sus pupilas se dilataban
y su hermoso rostro adquiría una expresión profundamente pensativa, comprendió que
sería inútil preguntarle. Ella estaba recordando la travesía o había visto el
horizonte y el efecto era el de despertar en ella vagas y tormentosas ansias,
pero que Badger encajara de algún modo en esos recuerdos era lo que le
preocupaba.
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