Retratos de Will, Ann Beattie, p. 165
Will se pasó los seis primeros
meses de su vida llorando; primero los cólicos, luego una reacción alérgica
tras otra cuando Jody dejó de darle el pecho porque tenía los pezones agrietadísimos.
Jody lo había obligado a levantarse en plena noche la mitad de las veces que
tenían que calmar a Will, y él lo había arrullado, lo había engatusado con
palabras que a Will no le decían nada; lo había acunado, lo había paseado. En
otras ocasiones había observado, incrédulo, la garganta rosada del niño.
Todavía soñaba con la boca abierta de Will, con sus ojos húmedos y jaspeados,
con el pulso que le latía en la garganta
y la cara que se le volvía morada.
Fueron muchas las madrugadas en las que Wayne pensó en embutirle un pañal en la
boca, obstruirle las fosas nasales, en sostenerlo boca abajo, en sofocarlo
tapándole la cara con una almohada. Y nunca le hizo daño. A veces no trataba de
consolarlo y se limitaba a cogerlo en brazos, pero nunca le había pegado un
tirón a la pierna cuando le cambiaba los pañales ni le había dado esa leche de
fórmula asquerosa sin echarse antes una gota en la muñeca para probar. Lo más
terrible de los bebés es que te arrebataban la dignidad; eran exactamente
iguales que los oficiales del ejército que, para que alcanzaras el éxito, re
vejaban tanto que sólo podías terminar o triunfando o totalmente hundido. En
todos aquellos momentos con Will, en mitad de la noche, había sentido justo lo
contrario de lo que un padre entregado debería haber sentido.
Fotograma de ¿Quién puede matar a un niño?
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