Puttermesser tenía treinta y
cuatro años de edad; era abogada. En cierto modo era también feminista, pero no
extrema, aunque detestaba que agregaran “señorita" delante de su nombre;
lo consideraba decididamente discriminatorio: quería ser una abogada entre
abogados. Si bien no era virgen, vivía sola, pero extrañamente en el Grand
Concourse del Bronx, rodeada de los padres decrépitos de otra gente. Los padres
de Puttermesser se habían mudado a Miami Beach. Con los pies enfundados en
pantuflas peludas, resabios de sus años de colegio secundario, deambulaba por
el laberíntico e interminable departamento en el que había vivido toda su vida
y en el que todavía se amontonaban, en el atril del piano, partituras
amarillentas donde su profesora había marcado los pasajes que debía practicar.
Puttermesser siempre iba un poco más allá de las tareas que le asignaban, aun
en sus días de escuela. Sus maestras decían a su madre que Puttermesser era una
niña altamente motivada y orientada hacia el cumplimiento de los objetivos
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