Londres. Una semana después de
iniciado el Trinity Term. Clima implacable de junio. Fiona Maye, magistrada del
Tribunal Superior de Justicia, tumbada de espaldas una noche de domingo en un
diván de su domicilio, miraba por encima de sus pies, enfundados en unas
medias, hacia el fondo de la habitación, hacia unas estanterías empotradas, parcialmente
visibles junto a la chimenea y, a un costado, al lado de una ventana alta, a
una litografía de Renoir de una bañista, comprada treinta años antes por cincuenta
libras. Probablemente falsa. Debajo, en el centro de una mesa redonda de nogal,
un jarrón azul. No recordaba de dónde lo había sacado. Ni cuándo fue la última vez
que lo llenó de flores. La chimenea llevaba un año sin encenderse. Gotas de
lluvia ennegrecidas caían con un sonido de tictac en la rejilla a intervalos
irregulares, sobre un papel de periódico hecho una bola. Una alfombra de Bujará
cubría los anchos tablones encerados del suelo. En el borde de la visión
periférica, un piano de media cola
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