Todo esto sucedió hace unos
cuantos años. Mi madre llevaba un tiempo sintiéndose muy mal. Para que dejaran
de darle la murga quienes la rodeaban y se preocupaban, mis hermanos sobre
todo, y mi padre también, acabó yendo al médico al que solía ir, al que iba mi
familia desde la noche de los tiempos. A esas alturas debía de ser un hombre
muy mayor, porque no recuerdo haber ido jamás a otro médico y tampoco recuerdo
que fuera nunca joven. Incluso yo iba a su consulta, aunque vivía a decenas de
kilómetros de distancia.
Tras una breve revisión, el viejo
médico de familia la derivó de inmediato al hospital de Aker, para que le
hicieran un examen más detenido. Cuando hubo pasado por varias pruebas, tal vez
dolorosas, en habitaciones pintadas de blanco o de verde claro, verde manzana,
en el gran hospital situado casi en el cruce de Sinsen, en el lado de Oslo que
siempre me ha gustado pensar que era el nuestro, esto es, el del este, le
dijeron que se fuera a casa y esperara quince días a que estuvieran listos los
análisis. Cuando por fin llegaron, resultó que tenía cáncer en el estómago. Su
primera reacción fue la siguiente: Durante años y años me he pasado las noches
en vela, sobre todo cuando los niños eran pequeños, por el pánico a morirme de un
cáncer de pulmón, y ahora voy y me cojo un cáncer de estómago. ¡Cuánto tiempo
perdido!
Así era mi madre. Y fumaba, como
lo he hecho yo durante toda mi vida adulta.
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