Retratos de Will, Ann Beattie, p. 120
No puede haber prueba más
determinante de la cordura de una persona que haber sido capaz de sobrevivir a
la infancia. Aunque los adultos la idealizan y la presentan como una época de
libertad, la infancia es, en realidad, el momento en que con mayor insistencia
se obliga al niño a reprimir sus deseos. Distinguidos por los poetas como
personas de enorme sabiduría, los niños, en realidad, suelen verse amordazados.
Los adultos se mantienen cuerdos
descartando la especulación excesiva. Se desviven por ver continuidad cuando apenas
si ven nada. Pero esto al niño no le sale de forma natural. O está totalmente
inmerso en el momento presente, o ya está pensando en lo que vendrá luego. El
niño siempre se pregunta «¿y si?» El niño es capaz de percibir continuidad en
una muñeca, en un tren, en un yoyó. Aunque la habitación del niño parezca un
caótico campo de batalla, es probable que tenga un orden muy preciso. Qué
descorazonador resulta que, por el capricho de una madre, se derrumben pueblos
enteros y los animales del zoo terminen amontonados en la caja de los juguetes
sin que se haya tenido en cuenta cuáles son enemigos naturales.
Mientras que los niños imaginan
espontáneamente, los padres persiguen el orden de un modo compulsivo. Se marcan
límites, aunque la fatiga puede erosionar hasta la más resuelta determinación
de los padres. Puede que, a cuatro patas, el progenitor se muestre dispuesto a
colaborar en la reconstrucción del pueblo.
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