El rey pálido, DF p. 469
¿Y sabéis lo que aquello quería
decir? Que en aquella caja había 224 gramos de metanfetamina pura farmacéutica.
¿Sabéis el efecto que hasta la metanfetamina de mierda adulterada en un
laboratorio casero puede tener en el sistema nervioso de un chaval de veinte
años?
-Yo la habría vendido y habría
usado los beneficios para invertir en plata Y luego habría ido a mis profesores
y les habría tirado de las barbas y les habría dicho que ahora podía comprarlos
y venderlos si me daba la gana, y que se chuparan aquello si querían.
-No vendimos lo bastante, os lo
aseguro. Pero lo que colocamos sembró el caos. Las clases eran un zoo. Los
mismos chicos con granos que antes se sentaban en la última fila y nunca decían
ni pío ahora se dedicaban a agarrar a sus profesores por las solapas y a citar la
teoría de la plusvalía con voz de interrogadores de las SS; auténticos pilares
de la Asociación Newman ahora se dedicaban a copular lánguidamente en las
escaleras de la biblioteca; la enfermería estaba asediada por estudiantes de
filosofía suplicando que alguien les apagara la cabeza; toda la defensa del
equipo de fútbol americano de la Washington University fue encarcelada por
asaltar al repartidor del agua del equipo de la Kansas State. Las mismas
alumnas cuyos hímenes antes se podían usar como puertas de cámaras acorazadas ahora
estaban haciéndolo en la maleza de aliado de la Lambda Pi. La mayor parte de
los dos meses siguientes los pasamos haciendo de Rescatadores, en la furgoneta,
contestando llamadas de emergencia de chicos que habían comprado una décima de
gramo de aquello y ahora tenían a sus novias colgadas del techo por las uñas,
haciendo rechinar sus dientes blancos y perfectos hasta dejárselos en puras
encías. ¡Patrulla de Rescate!
-Nos pasamos una semana seguida
despiertos, todos hasta las cejas de metanfetamina y sin bajar nunca del
colocón, porque bajar de la metanfetamina es como pasar una gripe terrible
mientras estás en el infierno, y a Boyce le habían salido marcas permanentes en
las manos de lo fuerte que agarraba el volante de la furgoneta, y todos
teníamos unos ojos que parecían de esos que venden en las tiendas de artículos
de broma, y lo más cerca que estábamos de comer eran los estremecimientos de
asco que nos venían cada vez que veíamos el letrero de un restaurante
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