-¡Kaspar! ¡Makan!
La aguda voz familiar sacó a
Almayer de su sueño, y volvió desde un espléndido porvenir a la desagradable
realidad del presente. Una voz que también era desagradable. La había oído
durante muchos años, y cada año le gustaba menos. No importaba, todo se
acabaría muy pronto.
Se revolvió con inquietud, pero
no hizo caso a la llamada. Acodado a la balaustrada del porche, continuó
mirando fijamente el gran río que fluía, indiferente y apresurado, ante sus
ojos. Le gustaba observarlo al atardecer, quizá porque a esa hora el sol del
ocaso extendía un brillante tinte dorado sobre las aguas del Pantai, y los pensamientos
de Almayer estaban a menudo centrados en el oro; en el oro que no había podido
obtener; en el oro que otros habían obtenido, fraudulentamente, por supuesto; y
en el oro que tenía la intención de conseguir por medio de sus propios honestos
esfuerzos
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