Los papeles de Puttermesser, Cynthia Ozick, p. 167
-Hola, pizzera, ¿cuándo comemos?
-El otro día vi una mendiga en la
calle con uno de esos carritos -dijo el hombre calvo con la coleta-. Lo llevaba
lleno hasta el tope de zapatos viejos. Todos mezclados, ningún par.
-¿Qué pensaba hacer con ellos?
-Quién sabe. Venderlos.
-Comerlos.
-Hervidos en las profundidades de
la Grand Central Station y luego comerlos.
-Eso no es gracioso -dijo una de
las mujeres sentadas en el sofá-. Yo trabajo con los indigentes.
Puttermesser se detuvo. La
compasión hada el devastado municipio -ecos de sus días de funcionaria pública-
aún latía en su interior.
-Lo que intentamos en nuestro
programa, que es voluntario, es que escriban diarios. Les leemos poesía, E.E.
Cummings, por ejemplo. Tenemos que hacerles ver que todos somos iguales. Ellos
sienten cuando uno los acompaña espiritualmente.
Otra versión de la cantinela
neoyorquina. La versión ingeniosa y la versión seria. Y ambas desbordantes de
ego y de vanidad. Todo era afectación. ¿Dónde estaba la virtud? ¿Dónde el
conocimiento? Puttermesser era consciente de los temblores y los deseos
interiores. Pensó en la reciprocidad, en el significado. Tantas poses
indolentes, tantas estupideces dichas con la mirada fija en el del o raso.
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