Las dimensiones finitas, AGPorta, p. 54
Decía que de haberla conocido,
Seymour Glass no se habría suicidado nunca, lo que, sin embargo, no dejaría de
ser un mal asunto para la causa de la literatura. Regresé a casa eufórico. Aquel
día-pero también durante toda la semana y algún tiempo después, incluso ahora
muchas veces-lo primero que hicieron mis ojos al subir al autobús fue buscar a Albertíne. De todos modos, en aquellos
instantes pensé que se me acumulaba el trabajo, así que investigué en internet qué
podía encontrar sobre Simenon. Éste era un prolífico autor a quien ya había oído
nombrar y cuyo nombre nunca en la vida se me hubiera ocurrido citar ante
Albertine, ya que era, o debía de ser según mis intuiciones, uno de esos autores
de novelas policíacas no demasiado bien considerados por los intelectuales. No
todo encaja a la perfección en el manual para moverse entre los expertos con
pedigrí y sus prejuicios. Allí descubrí por primera vez que muchos tenían sus
manías, pero que a los verdaderos entendidos no les importaba saltarse de vez
en cuando alguna norma no escrita. A aquello lo llamaban epatar. Yo todavía no
estaba maduro para epatar en nada, así que quise mostrarme prudente. Tenía
pendiente acabar la lista de personajes de la familia Glass que inundaban las
obras de aquel preciado autor de culto-otra palabra que aprendí pronto-llamado Salinger.
Antes de Simenon quería acabar con aquello. Pensé que ésa era una de las
posibles maneras de saldar la deuda que había contraído con el escritor que me
había permitido conocer a Albertine.
(En la imagen Seymour Glass por David Richardson)
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