Los papeles de Puttermesser, Chynthia Ozick, p. 174
Era una inmensidad tras otra; en
todos esos majestuosos salones había bancos y ríos de pálidos y devotos
turistas que subían y bajaban por la larga escalera de mármol, pero ella no
encontró el banco correcto hasta que Sócrates se lo señaló.
Al menos alzaba su dedo en el
aire. Las luces del techo de esa sala -era la de la pintura neoclásica francesa
del siglo XVIII- parecían tenues y gastadas. La sala no era de las más visitadas
y estaba casi vacía; ¿a quién le importa la pintura neoclásica francesa? El
banco de Puttermesser estaba ubicado frente a Sócrates en su lecho de muerte.
Aun a la distancia, Puttermesser podía verlo estirar su musculoso brazo derecho
en busca del cuenco de cicuta. Sócrates era fornido, saludable, como si
estuviese en la flor de la vida. Parte de la toga colgaba del otro brazo; y
apuntaba hacia arriba con el dedo índice. Se dirigía a sus discípulos, a una
multitud de atribulados discípulos de todas las edades que exhibían distintas
poses de desconsuelo, como estatuas
griegas envueltas en sus togas. Un niño de pelo emulado, un angustiado anciano
de barba gris, una figura inclinada con un gorro clerical, un hombre con un manto
rojo aferrado a la pierna de Sócrates, un hombre que lloraba contra una pared.
El propio Sócrates estaba desnudo desde el ombligo para arriba. Tenía pequeñas
tetillas coloradas, una cara rubicunda,
con una nariz redonda y chata, y una barba pelirroja. Se parecía bastante a
Papa Noel, si uno puede imaginárselo con pelo debajo de las axilas.
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