AÑO DE GLAD
Estoy sentado en una sala,
rodeado de cabezas y de cuerpos. Mi postura es conscientemente congruente con
la forma de nú dura silla. Es una fría habitación en la administración de la
universidad con las paredes forradas de madera, con cuadros al estilo
Reoúngton, y ventanas dobles que la protegen de la canícula de noviembre. Los
ruidos administrativos quedan aislados
por la sala de recepción por la que acabamos de entrar el tío Charles, el señor
DeLintyyo.
Yo estoy aquí dentro.
Tres rostros perentorios se
sitúan encima de sendas americanas ligeras de verano y anchas corbatas de seda
en la otra punta de una pulida mesa de conferencias de pino que brilla con la
luz cual telaraña del atardecer de Arizona. Son tres decanos: el de admisiones,
el de asuntos académicos y el de asuntos deportivos. No sé qué rostro pertenece
a quién. Creo estar dando una imagen neutra, quizá incluso agradable, aunque se
me ha aconsejado que es preferible que ande por la senda de la neutralidad y
que ni siquiera intente lo que a mí me parecería una expresión amable o una
sonrisa.
Me he decidido por cruzar las
piernas, espero que cuidadosamente, el tobillo sobre la rodilla, las manos
juntas sobre los pantalones. Tengo los dedos entrelazados en una sucesión
especular de lo que a mí me parece una letra equis. El personal restante de la
sala de entrevistas incluye a: el director de redacción de la universidad, el
entrenador del primer equipo de tenis y A. DeLint, prorrector de mi academia. A
mi lado está C. T.; los demás están respectivamente sentados, de pie y de pie
en la periferia de mi visión. El entrenador de tenis juguetea con unas monedas.
Hay algo vagamente estomacal en el olor de la habitación. La suela de alta
tracción de mi maravillosa zapatilla Nike corre paralela al bamboleante zapatón
deportivo del hermanastro de mi madre, presente en su condición de director de
estudios de mi escuela, sentado en la que espero que sea la silla de mi derecha
y también de cara a los decanos.
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