Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

LA FATALIDAD Y LAS FAMILIAS

De Volverás a Región de JB, p.97
Me refiero al fatalismo, un plato de más sustancia. Porque mi familia no era buena; es decir, gente de humilde extracción pero, al menos, sin principios. Mi padre sólo recibió parte de la educación media y unas lecciones de geografía peninsular. La familia de mi madre también era humilde pero tenía más ínfulas; era la rama más humilde de un tronco provinciano en cuya copa habían florecido unos pocos y pacíficos militares de cuartel--de esos que tienen más afición a la zarzuela que a las ordenanzas-y unos cuantos abogados belicosos, de esos que llaman de secano, empapeladores locales que no parecen sino conservar y alimentar el rencor contra la Providencia, por no haber sido consultados por ella en los días del Génesis. Mí madre siempre habló con énfasis de ellos, como ejemplos inmarcesibles, origen y modelo de toda conducta, y como arca del testimonio aportó a la alcoba conyugal la fotografía de un sujeto que sin duda coartó y frustró, desde la noche de bodas, cualquier intento de mi padre de ascender en el escalafón. La tiene usted todavía en la cabecera de la cama para que no olvide qué vanas son las glorias de este mundo. Y no perdona a nadie, se lo aseguro. Estaba yo a la mitad de la licenciatura cuando murió mi padre, quien sabe si víctima de su curiosidad o de su afán de liberación. Lo que sí le aseguro es que aquella misma mañana que llegó el despacho -lo trajo la rueda cómplice, con una precisión que hacía pensar que llevaba mucho tiempo preparando la noticia- juré en silencio aborrecer y temer aquella curiosidad, mantener libres mis manos en la medida de mis fuerzas, resistir el cerco de la sociedad y de las mujeres, evitar aquel juego de deberes y derechos, de favores y agravios, de envites e infortunios en el que había caído la voluntad de un pueblo que rehusaba presentar su demanda a un destino que se había adueñado de sus campos. Ni mi hermano ni mi hermana habían llegado entonces a la edad de la razón, algo que si en algún momento estuvieron a punto de alcanzar mi madre se cuidó de arrebatarles. Así que a partir de un cierto día -y todavía fresco el cuerpo de mi padre, en un camposanto andaluz o en una taberna incógnita en los alrededores de una estación- me vi convertido en el mascarón de proa de una familia que, confiada en mi capacidad, lo había puesto todo en mí de tal forma que para pagarme una carrera en Salamanca tenía que hacer tal número de sacrificios que la enumeración de ellos le llevaba a mi madre un buen número de horas cada día. De forma que, al levantarme cada día, al ponerme en viaje hacia Salamanca, al volver a la pensión todas las tardes, mi primera obligación no era el estudio -que al fin y al cabo no era más que una forma de pago como otra cualquiera que yo hubiera podido arbitrar y mi madre habría aceptado- sino el reconocimiento de la deuda. Qué trágica tradición la de esa clase de familias que sólo aspiran a un presunto bienestar, que no estimulan otro deseo que el de la avaricia y que no infunden otro reconocimiento que el de la deuda; que no vacilan en coartar la libertad de los hijos

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