Las hermanas
No había esperanza esta vez: era
la tercera embolia. Noche tras noche pasaba yo por la casa (eran las
vacaciones) y estudiaba el alumbrado cuadro de la ventana: y noche tras noche
lo veía iluminado del mismo modo débil y parejo. Si hubiera muerto, pensaba yo,
vería el reflejo de las velas en las oscuras persianas, ya que sabía que se
deben colocar dos cirios a la cabecera del muerto. A menudo él me decía: No me
queda mucho tiempo en este mundo, y yo pensaba que hablaba por hablar. Ahora supe
que decía la verdad. Cada noche al levantar la vista y contemplar la ventana me
repetía a mí mismo en voz baja la palabra parálisis. Siempre me sonaba extraña
en los oídos, como la palabra gnomón en Euclides y la simonía del catecismo.
Pero ahora me sonó a cosa mala y llena de pecado. Me dio miedo y, sin embargo,
ansiaba observar de cerca su trabajo maligno.
El viejo Cotter estaba sentado
junto al fuego, fumando, cuando baj é a cenar. Mientras mi tía me servía mi
potaje, dijo él, como volviendo a una frase dicha antes:
-No, yo no diría qué era
exactamente ... pero había en él algo raro ... misterioso. Le voy a dar mi
opinión.
Empezó a tirar de su pipa, sin
duda ordenando sus opiniones en la cabeza. ¡Viejo estúpido y molesto! Cuando lo
conocimos era más interesante, que hablaba de desmayos y gusanos; pero pronto
me cansé de sus interminables cuentos sobre la destilería.
-Yo tengo mi teoría -dijo-. Creo que era uno de
esos ... casos ... raros ... Pero es difícil decir ...
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