Orlando de Virginia Woolf, p. 50-51
Su afición por los libros era temprana.
De chico los -pajes lo sorprendían
leyendo a la medianoche. Le quitaron la vela, y criaba luciérnagas que ayudaban
a su propósito. Le quitaron las luciérnagas y casi prendió fuego a la casa con
una mecha. Para decirlo de una vez (dejando al novelista la tarea de alisar la seda
arrugada y sus complicaciones). Orlando era un hidalgo que padecía del amor de
la literatura. Muchas personas de su tiempo, aún más las de su rango escapaban
al mal y quedaban en libertad de correr, de cabalgar o de enamorarse a su
gusto. Pero a algunos los contaminaba un germen nacido del polen del asfodelo, traído por los vientos
de Grecia y de Italia, y de naturaleza tan perniciosa que detenía la mano lista
para el golpe, velaba el ojo que buscaba su presa y entorpecía la lengua que estaba
declarando su amor. La fatal naturaleza de ese morbo sustituía a la realidad un
fantasma, de suerte que Orlando, a quien
la fortuna había otorgado todos los dones –platería, lencería, casas, sirvientes, alfombras., camas
en profusión-. no tenia más que abrir un libro para que esa vasta acumulación
se hiciera humo. Desaparecían los nueve
acres de piedra que eran su casa; se evaporaban los ciento cincuenta sirvientes;
se volvían invisibles los ochenta caballos de silla; sería prolijo enumerar las
alfombras, divanes, tapicerías, porcelanas, platerías, vinagreras, calentadores
y otros bienes muebles, a veces de oro
macizo, que se desvanecían bajo la misma como niebla marina. Así era y Orlando
se quedaba solo leyendo, un hombre desnudo.
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