EL HOMBRE QUE MATABA TORTUGAS MORDEDORAS
En la época en que viví en el condado de Hecate, tuve un
vecino incómodo, un hombre llamado Asa M. Stryker. Me dijo que antiguamente
había enseñado química en alguna Universidad
fuliginosa de Pensilvania, pero a la sazón vivía con el poco dinero que había tenido «la suerte de heredar». Tuve
el presentimiento de que en algún lugar de su pasado se escondía la derrota, la
frustración o la deshonra. Era soltero y llevaba la casa con dos sirvientes,
una cocinera y un hombre para todo. Nunca supe que recibiera visitas, aunque de
cuando en cuando se ausentaba por breve tiempo en las ocasiones en que, según
me decía, iba a visitar a sus parientes.
Stryker tenía un pequeño estanque en su finca, y desde el mismo
momento en que nos conocimos, su principal tema de conversación eran los patos
silvestres que solían frecuentar la alberca. Él los admiraba a su manera
aparentemente insensible. Él los
admiraba, observaba sus pintas con todo detenimiento, y los mimaba y protegía
como a animales domésticos. De hecho, varias parejas, a las que alimentó
durante todo el año, se instalaron permanentemente en el estanque. Con su
áspero acento, Stryker llamaba mi atención sobre la suntuosidad de su color castaño;
el tono rojizo de sus lomos o pechugas; el brusco contraste entre las
tonalidades claras y oscuras; la blancura de los anillos del cuello y el
púrpura de las rayas en las alas, como libreas e insignias decorativas de una
orden eminente
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