MAESTRO
Era la última hora de luz de una
tarde de diciembre, hace ya más de veinte años -los veintitrés tenia yo: andaba
en la escritura de mis primeros relatos cortos y, como tantos protagonistas de
Bildungsroman que me precedieron, ya tenía en proyecto mi propio y macizo
Bildungsroman-, cuando llegué a su escondite para encontrarme con el gran
hombre. La casa de campo, hecha de tablas de madera, se hallaba al cabo de un
camino sin pavimentar, allá por los Berkshires, pero la figura que surgió del
estudio para trazar un ceremonioso gesto de bienvenida llevaba puesto un traje de gabardina,
una corbata azul de punto, prendida a la camisa blanca mediante un sujetador de
plata lisa, y unos zapatos negros bien lustrados, muy de vestir, haciéndome
pensar que su dueño más parecía recién descendido de un sillón de limpiabotas
que del alto pedestal del arte. Antes de ganar la suficiente compostura como
para percibir el modo imperioso y autocrático en que elevaba la barbilla, o la
manera, majestuosa, minuciosa, delicada, en que se componía la ropa para luego
tomar asiento -antes, en realidad, de percibir nada que no fuese mi trayectoria
hasta aquí, hasta él, desde mis orígenes carentes de cualquier relación con la
literatura-, la impresión que tuve fue de que E. I. Lonoff más bien parecía el
inspector escolar de la zona que su
narrador más original desde tiempos de Melville y Hawthorne. No es que me
hubiera hecho esperar algo más grandioso lo que de él se decia en Nueva York.
Hacia poco, al mencionar su nombre ante el jurado de mi primera fiesta
literaria de Manhattan -a la cual acudía, más nervioso que una aspirante a
estrella, con un editor de cierta edad-, los listos que tenia a mi alrededor
despacharon a Lonoff de modo casi inmediato, como si les hubiera parecido muy
gracioso que un judío de su generación, hijo de inmigrantes, se hubiera casado
con la descendiente de una familia de
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