De repente, en medio del
silencio, la tapa de hierro del ataúd se abrió violentamente con un crujido y
el cuerpo de la joven se incorporó. Aún era más espantosa que antes. Sus
dientes castañeteaban pavorosamente, sus labios se habían descompuesto en una
mueca compulsiva, y con salvajes chillidos profería conjuros. Un torbellino
atravesó la iglesia y las imágenes cayeron de bruces; volaron los rotos
cristales de los ventanales. Las puertas se habían desprendido de sus
retorcidos goznes, y una innumerable horda de horrores penetró en la iglesia
sagrada. El lugar había sido invadido por el ruido de los zarpazos y el batir
de las alas. En tropel, revolotearon y se lanzaron en picado, buscando por todas
partes al filósofo.
N. Gogol: Vi
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