No hace demasiado tiempo que
ocurrió aquella historia -menos de lo que suele durar una vida, y qué poco es
una vida, una vez terminada y cuando ya se puede contar en unas frases y sólo
deja en la memoria cenizas que se desprenden a la menor sacudida y vuelan a la
menor ráfaga-, y sin embargo hoy sería imposible. Me refiero sobre todo a lo
que les pasó a ellos, a Eduardo Muriel y a su mujer, Beatriz Noguera, cuando
eran jóvenes, y no tanto a lo que me pasó a mí con ellos cuando yo era el joven
y su matrimonio una larga e indisoluble desdicha. Esto último sí seguiría
siendo posible: lo que me pasó a mí, puesto que también ahora me pasa, o quizá
es lo mismo que no se acaba. E igualmente podría darse, supongo, lo que sucedió
con Van Vechten y otros hechos de
aquella época. Debe de haber habido Van Vechtens en todos los tiempos y no
cesarán y continuará habiéndolos, la índole de los personajes no cambia nunca o
eso parece, los de la realidad y los de la ficción su gemela, se repiten a lo
largo de los siglos como si carecieran de imaginación las dos esferas o no
tuvieran escapatoria (las dos obra de los vivos, a fin de cuentas, quizá haya
más inventiva entre los muertos), a veces da la sensación de que disfrutáramos
con un solo espectáculo y un solo relato, como los niños muy pequeños. Con sus
infinitas variantes que los disfrazan de anticuados o novedosos, pero siempre
en esencia los mismos. También debe de haber habido Eduardos Muriel y Beatrices
Noguera por tanto, en todos los tiempos, y no digamos los comparsas; y Juanes
de Vere a patadas
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