De La ciudad de cristal de Paul Auster, p.111
-Sí. Pero hay una última vuelta
de tuerca. Don Quijote, en mi opinión, no estaba realmente loco. Sólo fingía
estarlo. De hecho, él mismo orquestó todo el asunto. Recuerde que durante todo
el libro don Quijote está preocupado por la cuestión de la posteridad. Una y
otra vez se pregunta con cuánta precisión registrará su cronista sus aventuras.
Esto implica conocímiento por su parte; sabe de antemano que ese cronista
existe. ¿Y quién podría ser sino Sancho
Panza, el fiel escudero a quien don Quijote ha elegido para ese propósito? De
la misma manera, eligió a los otros tres para que desempeñaran los papeles que
les había destinado. Fue don Quijote quien organizó el cuarteto Benengeli. Y no
sólo seleccionó a los autores, probablemente
fue él quien tradujo el manuscrito árabe de nuevo al castellano. No debemos
considerarle incapaz de tal cosa. Para un hombre tan hábil en el arte del
disfraz, oscurecerse la piel y vestirse con la ropa de un moro no debía ser muy
dificil. Me gusta imaginar la escena en el mercado de Toledo. Cervantes
contratando a don Quijote para descifrar la historia del propio don Quijote.
Tiene una gran belleza. -Pero aún no ha explicado por qué un hombre como don Quijote
desorganizaría su vida tranquila para dedicarse a un engaño tan complicado.
-Ésa es la parte más interesante
de todas. En mi opinión, don Quijote estaba realizando un experimento. Quería
poner a prueba la credulidad de sus semejantes. ¿Sería posible, se preguntaba, plantarse ante el mundo y con la
más absoluta convicción vomitar mentiras y tonterías? ¿Decirles que los molinos
de viento eran caballeros, que la bacinilla de un barbero era un yelmo, que las
marionetas eran personas de verdad? ·Sería posible persuadir a otros para que
asintieran a lo que él (d ecía, aunque no le creyeran? En otras palabras, ¿ hasta
que punto toleraría la gente las blasfemias si les proporcionaban diversión? La
respuesta es evidente, ¿no? Hasta
cualquier punto. La prueba es que todavía leemos el libro. Sigue pareciéndonos sumamente
divertido. Y eso es en última instancia lo que cualquiera le pide a un libro,
que le divierta.
Auster se recostó en el sofá,
sonrió con cierto irónico placer y encendió un cigarrillo.
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