Es el primer día de la primavera
de 2001 y Maxine Tarnow, a la que algunos todavía guardan en la memoria con su
apellido de soltera, Loeffler, lleva a sus hijos a la escuela. Sí, es más que
posible que ya no estén en edad de necesitar acompañante, y también es posible
que Maxine se resista, todavía, a dejarles ir a su aire, además, son sólo un par
de manzanas, le pilla de camino al trabajo y le gusta hacerlo, así que ¿qué
tiene de malo?
Esta mañana, por las calles, da
la impresión de que hasta el último peral de Callery del Upper West Side ha
reventado por la noche en racimos de flores blancas. Mientras Maxine mira, la
luz del sol se abre paso más allá de los perfiles de los tejados y los
depósitos de agua hasta el extremo de la manzana, e incide en un árbol en
concreto, que de repente se ilumina.
—¿Mamá? —Ziggy, con su prisa de
siempre—, eh, vamos.
—Chicos, no os lo perdáis,
¿habéis visto ese árbol? Otis se entretiene un suspiro contemplándolo.
—Increíble, mamá.
—Mola —coincide Zig.
Los chicos siguen adelante.
Maxine se demora medio suspiro más mirando el árbol antes de alcanzarlos. En la
esquina, por un acto reflejo, realiza un bloqueo baloncestístico, como si
quisiera interponerse entre ellos y cualquier conductor cuyo concepto del
deporte consista en aparecer por la esquina y arrollarte. La luz del sol
reflejada por las ventanas de los apartamentos que dan al este ha empezado a
formar dibujos borrosos sobre las fachadas de los edificios al otro lado de la
calle. Autobuses articulados, nuevos en estas rutas, reptan con cautela por las
calles transversales de la ciudad como insectos gigantescos. Se levantan
persianas de acero, camionetas tempraneras aparcan en doble fila, hombres con
mangueras
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