El- porque no cabía duda sobre su
sexo, aunque la moda de la época contribuyera a disfrazarlo- estaba acometiendo
la cabeza de un moro que pendía de las vigas. La cabeza era del color de una
vieja pelota de footbal, y más o menos de la misma forma, salvo por las
mejillas hundidas y una hebra o dos de pelo seco y ordinario, como el pelo de
un coco. El padre de Orlando, o quizá su abuelo, la había cercenado de los
hombros de un vasto infiel que de golpe surgió bajo la luna en los campos
bárbaros de África; y ahora se hamacaba suave y perpetuamente ,en la brisa que
soplaba incesante por las buhardillas de la gigantesca morada del caballero que
la tronchó.
Los padres de Orlando habían
cabalgado por campos de asf6delos, y campos de piedra, y campos regados por
extraños ríos, y habían cercenado de muchos hombros, muchas cabezas de muchos
colores, y las habían traido para colgarlas de las vigas.
Orlando haría lo mismo, se lo
juraba. Pero como sólo tenía dieciséis años, y era demasiado joven para
cabalgar por tierras de Francia o por tierras de África, solfa escaparse de su
madre y de los pavos reales en el jardín, y subir hasta su buhardilla para
hender, y arremeter y cortar el aire con su acero. A veces cortaba la cuerda y
la cabeza rebotaba en el suelo y tenía Que colgarla de nuevo, atándola con
cierta hidalguía casi fuera de su alcance, de suerte que su enemigo le hacía
muecas triunfales
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