Tan poca vida, Hanya Yanagihara, p. 230
Nos conocimos en Nueva York,
donde yo estudiaba derecho y ella medicina. Después de licenciarnos, me
ofrecieron empleo como pasante en Boston, y ella (que tenía un año más que yo) empezó
las prácticas. Se estaba formando para ser oncóloga. Yo la admiraba, pues no
hay nada más tranquilizador que una mujer
que quiere curar, maternalmente inclinada sobre un paciente con su bata
blanca. Sin embargo, Liesl no buscaba admiración: le interesaba la oncología
porque era una de las especialidades más difíciles, y la más cerebral. Tanto
ella como sus colegas oncólogos en prácticas menospreciaban a los radiólogos
(demasiado mercenarios), a los cardiólogos (demasiado engreídos y satisfechos),
a los pediatras (demasiado sentimentales) y sobre todo a los cirujanos (increíblemente
arrogantes) y a los dermatólogos (de los que no merecía la pena hablar, aunque
trabajaban a menudo con ellos). Les gustaban los anestesistas (raros y
meticulosos, propensos a alguna adicción) y los patólogos (aún más cerebrales
que ellos), eso era todo. A veces invitaba a algunos de sus colegas a casa y
durante la sobremesa discutían sobre casos y estudios hasta que las parejas de abogados,
historiadores, escritores y científicos de otras ramas-, cansados de ser
ninguneados, nos escabullíamos a la sala de estar para hablar de los temas
triviales y más frívolos que ocupaban nuestros días.
Eramos adultos y llevábamos una
existencia bastante feliz. No había quejas, ni por su parte ni por la mía, por
no pasar suficiente tiempo juntos. Nos quedamos en Boston para que ella hiciera las prácticas como residente, y cuando
las acabó, ella volvió a Nueva York para especializarse y yo permanecí allí.
Por aquel entonces yo trabajaba en un bufete y era profesor adjunto de la
facultad de derecho. Nos veíamos los fines de semana, uno en Boston otro en Nueva
York. Tras finalizar la especialidad regresó a Boston y nos casamos; compramos
una casa, no la que tengo ahora sino una más pequeña, en las afueras de
Cambridge.
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