La séptima función del lenguaje, L. Blinet, p. 12-13
La semiología es una cosa muy
extraña. El primero que lo intuyó fue Ferdinand de Saussure, el fundador de la
lingüística. En su Curso de lingüística general propone «concebir una ciencia
que estudie la vida de los signos en el seno de la vida social». Ni más ni
menos. Y añade, a modo de pista para quienes quieran aplicarse a la tarea: «Sería
parte de la psicología social y, en consecuencia, de la psicología general. La
denominaremos semiología (del griego semeion, "signo'). Nos enseñaría en
qué consisten los signos y cuáles son las leyes que los rigen. Puesto que no
existe todavía, no se puede decir aún lo que será; pero tiene derecho a existir
y su lugar está determinado de antemano. La lingüística no es más que una parte
de esta ciencia general. Las leyes que la semiología descubra serán aplicables
a la lingüística, y esta se encontrará así ligada a un dominio claramente defindo
en el conjunto de los hechos humanos». Me encantaría que Fabrice Luchini nos
releyera este pasaje, recalcando las palabras como solo él sabe hacer, para que
el mundo entero pudiera percibir, si no el sentido, al menos toda la belleza. Esta
intuición genial, casi incomprensible para sus contemporáneos (el curso se
dictó en 1906), no ha perdido, cien años más tarde, un ápice de su fuerza ni de
su oscuridad. Posteriormente, numerosos semiólogos trataron de proporcionar definiciones
a la vez más claras y más detalladas, pero se contradecían unos a otros (a
veces sin darse cuenta ni ellos mismos), lo embrollaban todo y finalmente no
conseguían más que alargar (y aun así apenas) la lista de sistemas de signos
que escapan a la lengua: el código de circulación, el código marítimo
internacional, la numeración de los autobuses, la numeración de las
habitaciones de hotel, que han venido a completar la graduación militar, el
alfabeto de los sordomudos ... y poco más.
Un poco escaso con respecto a la
ambición inicial. Vista así, la semiología, lejos de ser una extensión del dominio
de la lingüística, parece reducirse al estudio de protolenguajes toscos, mucho
menos complejos y por tanto más limitados que cualquier lengua. Pero, de hecho,
no es así.
No es casual que Umberto Eco, el
sabio de Bolonia, uno de los últimos semiólogos todavía vivos, se refiera con
tanta frecuencia a los grandes inventos decisivos en la historia de la
humanidad: la rueda, la cuchara, el libro ... , según él, útiles perfectos de
insuperable eficacia.
Todo deja suponer, en efecto, que
la semiología es en realidad una de las invenciones capitales de la historia de
la humanidad y una de las herramientas más poderosas jamás forjadas por el hombre,
pero sucede corno con el fuego o con el átomo: al principio, no siempre se sabe
para qué sirven ni cómo servirse de ellos.
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