Infancia, JM Coetzee, p. 10-11
Su madre no sabe montar en
bicicleta; quizá tampoco sepa montar a caballo. Se compró la bicicleta pensando
que no le costaría mucho aprender. Ahora no puede encontrar quien le enseñe.
Su padre no hace ningún esfuerzo
por ocultar su regocijo. Las mujeres no montan en bicicleta, dice. La madre le
desafia: No voy a quedarme prisionera en esta casa. Seré libre.
Al principio, a él le pareció
estupendo que su madre tuviera una bicicleta propia. Incluso se había imaginado
a los tres montando juntos hasta Poplar Avenue: ella, su hermano y él. Pero
ahora, cuando escucha las bromas de su padre, que la madre solo puede encajar
con un silencio obstinado, empieza a dudar. Las mujeres no montan en bicicleta:
¿y si su padre tiene razón? Si su madre no encuentra a nadie que quiera
enseñarle, si ninguna otra ama de casa en Reunion Park tiene una bicicleta,
entonces quizá sea cierto que las mujeres no deben montar en bicicleta.
A solas en el patio trasero, su
madre trata de aprender por su cuenta. Con las piernas estiradas a cada lado,
se desliza por la pendiente hacia el gallinero. La bicicleta vuelca y se para.
Como la bicicleta no tiene barra, su madre no llega a caerse, solo se tambalea
de una manera ridícula, agarrada al manillar. Su corazón se vuelve contra ella.
Esa noche él se une a las burlas de su padre. Sabe la traición que eso
significa. Ahora su madre está sola. Pese a todo, aprende a montar, aunque de
forma insegura, zigzagueante, esforzándose por hacer girar los platos.
Hace sus excursiones a Worcester
por las mañanas, cuando él está en el colegio. Solo una vez la ve pasar en la
bicicleta. Lleva una blusa blanca y una falda oscura. Baja por Poplar Avenue en
dirección a casa. Su pelo revolotea al viento.
Parece joven, casi una muchacha, joven y fresca y misteriosa. Cada vez que su
padre ve la gran bicicleta negra apoyada en la pared, empieza a bromear. Dice
que los ciudadanos de Worcester dejan lo que estén haciendo y se quedan
mirándola atónitos cuando, con penas y fatigas, pasa en bicicleta. Venga,
venga, le gritan burlándose: Dale. Las bromas no tienen ninguna gracia, pero él
y su padre siempre acaban riéndose. Su madre nunca replica, no sabe cómo
hacerlo. Solo les dice:”Reídos sí queréis”.
Un día, sin mediar explicación,
su madre deja de montar en bicicleta. Y la bicicleta no tarda en desaparecer.
Nadie dice nada, pero él sabe que la madre ha sido derrotada, la han puesto en
su lugar, y sabe que él tiene parte de la culpa. La compensaré algún día, se
promete a sí mismo.
El recuerdo de su madre montada
en bicicleta no le abandona. Ella se aleja pedaleando por Poplar Avenue,
escapando de él, escapando hacia su propio deseo. Él no quiere que se vaya. No
quiere que ella tenga deseos. Quiere que se quede siempre en la casa,
esperándolo. Ya no se alía con el padre contra ella: todo lo que desea es
aliarse con ella contra el padre. Pero, en ese asunto, su lugar está entre los
hombres.
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