Todos los que pensaban que
aquella guerra acabaría pronto habían muerto hacía mucho tiempo. Precisamente a
causa de la guerra. Así que, en octubre, Albert recibió con bastante
escepticismo los rumores sobre un armisticio. Les dio tanto crédito como a la
propaganda del principio, que aseguraba, por ejemplo, que las balas de los
boches eran tan blandas que se estrellaban contra los uniformes igual que peras
pasadas, y provocaban las carcajadas de los regimientos franceses. En cuatro
años, Albert había visto la tira de tipos muertos de risa por el impacto de una
bala alemana.
Era consciente de que su negativa
a creer en la inminencia de un armisticio tenía algo de superstición: cuanto
más se espera la. paz, menos crédito se da a las noticias que la anuncian, es
un modo de ahuyentar la mala suerte. Sólo que esas noticias llegaban día tras
día en secuencias cada vez más seguidas y en todas partes se repetía que la
guerra estaba realmente a punto de terminar. Por increíble que pudiera parecer,
incluso se pronunciaron discursos sobre la necesidad de desmovilizar a los
veteranos, que llevaban años en el frente. Cuando el armisticio se convirtió al
fin en una perspectiva razonable, hasta los más pesimistas empezaron a
acariciar la esperanza de salir con vida de la contienda. En consecuencia, nadie
siguió mostrando el mismo ardor en las cuestiones ofensivas. Se decía que la
163.a División de Infantería intentaría cruzar el Meuse por la fuerza.
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