La séptima función del lenguaje, L. Binet, p. 260
Para Francisco de Sales, obispo
de Ginebra en el XVII y autor de Introducción a la vida devota, el elefante es
un modelo de castidad: fiel y atemperado, no conoce más que una sola pareja a
la que honra una vez cada tres años a lo largo de cinco días, a cubierto de
cualquier mirada, y después va a lavarse profusamente. El bello Hervé, en slip,
masculla con su cigarrillo en la boca que reconoce detrás de la fábula del
elefante la moral católica en todo su horror y escupiría sobre ella, al menos
simbólicamente, de no faltarle la saliva y tener que toser en su lugar.
Foucault se anima en su kimono: «¡Exactamente! Lo que es muy interesante es que
ya en Plinio encontramos el mismo análisis sobre las costumbres del elefante.
Por tanto, si hacemos la genealogía de esta moral, como diría el otro, nos daríamos
cuenta de que echa sus auténticas raíces en una época anterior al cristianismo,
o al menos en una época en la que su desarrollo aún es ampliamente
embrionario». Foucault se está entusiasmando. «Mirad, se habla del cristianismo
como si el cristianismo existiera ... Pero cristianismo y paganismo no
constituyen unidades bien formadas, individualidades perfectamente claras. No
hay que imaginar unos bloques estancos que aparecen de golpe y desaparecen
también repentinamente, sin influirse uno al otro, sin interpenetrarse ni
metamorfosearse.»
Mathieu Lindon, que permanece de
pie con su mango de cafetera en la mano, pregunta: «Pero, bueno, Michel, ¿adónde
quieres ir a parar?».
A Foucault se le ilumina la
sonrisa: «De hecho, el paganismo no puede ser tratado como una unidad, pero ¡el
cristianismo aún menos! Tenemos que revisar nuestros métodos, ¿comprendes?».
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