El séptimo caballo, Leonora Carrington, p. 31
El esqueleto se levantaba cada
mañana, limpio como una hoja de afeitar. Adornaba sus huesos con yerbas, se
cepillaba los dientes con tuétano de antepasados, y se pintaba las uñas con
rojo Fatma. Por la noche, a la hora del cóctel, iba al café de la esquina, donde
leía el Diario del Nigromante, periódico predilecto de los cadáveres
distinguidos. A menudo se divertía gastando bromas pesadas. Una vez fingió tener
sed y pidió recado de escribir; se vació el tintero entre las mandíbulas y el
costillar: la tinta le salpicó y manchó sus blancos huesos. En otra ocasión entró
en una tienda de objetos de broma y se compró un surtido de bromas parisinas:
imitaciones de excrementos. Por la noche puso una en su orinal; y jamás se
recobró su sirvienta de la impresión que recibió por la mañana: de pensar que
un esqueleto que no comía ni bebía había defecado como el resto de nosotros.
Sucedió que un día el esqueleto
trajo algunas avellanas que andaban por el monte con sus patitas, las cuales
vomitaban ranas por la boca, los ojos, las orejas, la nariz y demás aberturas y
agujeros. El esqueleto se asustó, como el esqueleto que topa con un esqueleto
en pleno día. Le había crecido rápidamente un detector de calabazas en la
cabeza, con un lado diurno como un pan de pachulí y un lado nocturno como el
huevo de Colón; y se fue, medio tranquilizado, a ver a una pitonisa.
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