¿Hay una historia? Si hay una
historia empieza hace tres años. En abril de 1976, cuando se publica mi primer
libro, él me manda una carta. Con la carta viene una foto donde me tiene en
brazos: desnudo, estoy sonriendo, tengo tres meses y parezco una rana. A él, en
cambio, se lo ve favorecido en esa fotografía: traje cruzado, sombrero de ala
fina, la sonrisa campechana: un hombre de treinta años que mira el mundo de
frente. Al fondo, borrosa y casi fuera de foco, aparece mi madre, tan joven que
al principio me costó reconocerla. La foto es de 1941; atrás él había escrito
la fecha y después, como si buscara orientarme, transcribió las dos líneas del
poema inglés que ahora sirve de epígrafe a este relato. No hubo otra tragedia
en la historia de mi familia; ningún otro héroe digno de ser recordado. Varias
versiones circulaban en secreto, confusas, conjeturales. Casado con una mujer
de fortuna, mujer que llevaba el increíble nombre de Esperancita y de la que se decía que
era delicada del corazón y que siempre dormía con la luz encendida y que en sus
horas de melancolía rezaba en voz alta para que Dios pudiera oírla, el hermano
de mi madre había desaparecido a los seis
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