La Tribuna, Emilia Pardo Bazán, p. 214
Pañales pobres se secaban en las
cancillas de las puertas; la cuna del recién nacido, colocada en el umbral, se
exhibía tan sin reparo como las enaguas de la madre ... y, no obstante, el
barrio no era triste; lejos de eso, los árboles próximos, el campo y mar
colindantes, lo hacían por todo extremo saludable; el paso de los coches lo
alborotaba; los chiquillos, piando como gorriones, le prestaban por momentos
singular animación; apenas había casa sin jaula de codorniz o jilguero, sin
alhelíes o albahaca en el antepecho de las ventanas; y no bien lucía el sol,
las barricadas de sardinas arenques, arrimadas a la pared y descubiertas,
brillaban como gigantesca rueda de plata.
Tampoco faltaban allí comercios
que, acatando la ley que obliga a los organismos a adaptarse al medio ambiente,
se acomodaban a la pobreza de la barriada. Tiendecillas angostas, donde se
vendían zarazas catalanas y pañuelos; abacerías de sucio escaparate, tras de cuyos
vidrios un galán y una dama de pastaflora se miraban tristemente viéndose tan
mosqueados y tan añejos, y las cajas tremendas de fósforos se mezclaban con
garbanzos, fideos amarillos, aleluyas y naipes; figones que brindaban al
apetito sardinas fritas y callos; almacenes en que se feriaban cucharas de
palo, cestería, cribas y zuecos: tal era la industria de la cuesta de San Hilario.
Allí se tuvo por notable caso el que un objeto adquirido se pagase de presente,
y el crédito, palanca del moderno comercio, funcionaba con extraordinaria actividad.
Todo se compraba fiado; cigarrera
había que tardaba un año en saldar los chismes del oficio. Reinaba en el barrio
cierta confianza, una especie de compadrazgo perpetuo, un comunismo amigable:
de casa a casa se pedían prestados no solamente enseres y utensilios sino
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