El escándalo del siglo, GGMárquez, p. 232
En La Habana, la fiesta estaba en
su apogeo. Había mujeres espléndidas que cantaban en los balcones, pájaros
luminosos en el mar, música por todas partes, pero en el fondo del júbilo se
sentía el conflicto creador de un modo de vivir ya condenado para siempre, que
pugnaba por prevalecer contra otro modo de vivir distinto, todavía ingenuo,
pero inspirado y demoledor. La ciudad seguía siendo un santuario de placer, con
máquinas de lotería hasta en las farmacias y automóviles de aluminio demasiado
grandes para las esquinas coloniales, pero el aspecto y la conducta de la gente
estaba cambiando de un modo brutal. Todos los sedimentos del subsuelo social
habían salido a flote, y una erupción de lava humana, densa y humeante, se esparcía
sin control por los vericuetos de la ciudad liberada, y contaminaba de un
vértigo multitudinario hasta sus últimos resquicios. Lo más notable era la
naturalidad con que los pobres se habían sentado en las sillas de los ricos en
los lugares públicos. Habían invadido los vestíbulos de los hoteles de lujo,
comían con los dedos en las terrazas de las cafeterías del Vedado, y se
cocinaban al sol en las piscinas de aguas de colores luminosos de los antiguos
clubes exclusivos de Siboney. El cancerbero rubio del Hotel Habana Hilton, que
empezaba a llamarse Habana Libre, había sido reemplazado por milicianos
serviciales que se pasaban el dia convenciendo a los campesinos de que podían
entrar sin temor, enseñándoles que había una puerta de ingreso y otra de
salida, y que no se corría ningún riesgo de tisis aunque se entrara sudando en
el vestíbulo refrigerado. Un chévere legítimo del Luyanó, retinto y esbelto,
con una camisa de mariposas pintadas y zapatos de charol con tacones de
bailarín andaluz, había tratado de entrar al revés por la puerta de vidrios
giratorios del Hotel Riviera, justo cuando trataba de salir la esposa suculenta
y emperifollada de un diplomático europeo. En una ráfaga de pánico instantáneo,
el marido que la seguía trató de forzar la puerta en un sentido mientras los
milicianos azorados trataban de forzarla desde el exterior en el sentido
contrario. La blanca y el negro se quedaron atrapados por una fracción de segundo
en la trampa de cristal, comprimidos en el espacio previsto para una sola
persona, hasta que la puerta volvió a girar y la mujer corrió confundida y
ruborizada, sin esperar siquiera al marido, y se metió en la limusina que la
esperaba con la puerta abierta y que arrancó al instante. El negro, sin saber
muy bien lo que había pasado, se quedó confundido y trémulo.
-¡Coño! -suspiró-. ¡Olía a
flores!
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