El escándalo del siglo, GGMárquez, p. 248
Hablo de esto con tanta propiedad
porque mi abuela materna fue el sabio más lúcido que conocí jamás en la ciencia
de los presagios. Era una católica de las de antes, de modo que repudiaba como
artificios de malas artes todo lo que pretendiera ser adivinación metódica del
porvenir. Así fueran las barajas, las líneas de la mano o la evocación de los
espíritus. Pero era maestra de sus presagios. La recuerdo en la cocina de nuestra
casa grande de Aracataca, vigilando los signos secretos de los panes perfumados
que sacaba del horno.
Una vez vio el 09 escrito en los
restos de la harina, y removió cielo y tierra hasta encontrar un billete de la
lotería con ese número. Perdió. Sin embargo, la semana siguiente se ganó una
cafetera de vapor en una rifa, con un boleto que mi abuelo había comprado y
olvidado en el bolsillo del saco de la semana anterior. Era el número 09. Mi
abuelo tenía diecisiete hijos de los que entonces se llamaban naturales –como si
los del matrimonio fueran artificiales-, y mi abuela los tenia como suyos.
Estaban dispersos por toda la costa, pero ella hablaba de todos a la hora del
desayuno, y daba cuenta de la salud de cada uno y del estado de sus negocios
como si mantuviera una correspondencia inmediata y secreta. Era la época
tremenda de los telegramas que llegaban a la hora menos pensada y se metían
como un viento de pánico en la casa. Pasaba de mano en mano sin que nadie se
atreviera a abrirlo, hasta que a alguien se le ocurría la idea providencial de
hacerlo abrir por un niño menor, como si la inocencia tuviera la virtud de
cambiar la maldad de las malas noticias.
Esto ocurrió una vez en nuestra
casa, y los ofuscados adultos decidieron poner el telegrama al rescoldo, sin
abrirlo, hasta que llegara mi abuelo. Mi abuela no se inmutó. «Es de Prudencia Iguarán
para avisar que viene -dijo-. Anoche soñé que ya estaba en camino.” Cuando mi
abuelo volvió a casa no tuvo ni siquiera que abrir el telegrama. Volvió con
Prudencia Iguarán, a quien había encontrado por casualidad en la estación del
tren, con un traje de pájaros pintados y un enorme ramo de flores, y convencida
de que mi abuelo estaba allí por la magia infalible de su telegrama.
La abuela murió de casi cien años
sin ganarse la lotería. Se había quedado ciega y en los últimos tiempos
desvariaba de tal modo que era imposible seguir el hilo de su razón. Se negaba a
desvestirse para dormir mientras la radio estuviera encendida, a pesar de que
le explicábamos todas las noches que el locutor no estaba dentro de la casa.
Pensó que la engañábamos, porque nunca pudo creer en una máquina diabólica que permitía
oír a alguien que estaba hablando en otra ciudad distante.
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