Hoy me ha despertado un ruido en
mitad de la noche. No un ronquido de Iosif, que, raro en él, a esa hora dormía
a mi lado en silencio, medio hundido en la lana del colchón. He permanecido
tumbada, con la mirada detenida en las vigas de haya que sustentan el techo,
apretando fuertemente las sábanas en busca de una firmeza que el lino, tan
sutil, me ha negado. Durante un buen rato me he quedado quieta, con los hombros
contraídos y las manos cerradas. Quería volver a escuchar el ruido con nitidez
para poder atribuírselo a alguno de nuestros animales y así, tranquila,
regresar al sueño. Pero, más allá del aire agitando las ramas de la gran
encina, no he percibido nada, y entonces, como por ensalmo, el viejo mito del
intruso de ojos vaciados por la codicia se ha agarrado a mis tripas y ha
empezado a devorarlas.
Es agosto, las hojas de
guillotina están subidas hasta los topes y una brisa perfumada y cálida mece
los visillos.
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