QUEMAR COBERTIZOS
El almacén donde celebraba sesión
el Juez de Paz olía a queso. El muchacho, acurrucado sobre el barril de clavos
al fondo del atestado local, tenia conciencia de oler el queso, y más: desde su
sitio veía las estanterías alineadas, bien apretadas con las formas sólidas,
achaparradas, dinámicas, de unas latas cuyas etiquetas leía su estómago, no por
los rótulos que no le decían nada a su mente, sino por los diablos escarlata y
la curva plateada de pez --eso, el queso que él se daba cuenta de oler y la
carne hermética que él creía que sus intestinos olían llegando en intermitentes
ráfagas, momentáneas y breves entre lo otro constante, el olor y la sensación
nada más que un poco de miedo porque sobre todo era de desesperación y dolor,
el viejo tirón feroz de la sangre. No veía la mesa donde se sentaba el Juez y
ante la cual su padre y el enemigo de su
padre (nuestro enemigo, pensó en esa desesperación; ¡el nuestro! ¡mío y suyo a
la vez! ¡Él es mi padre!) estaban de pie, pero podía oírlos, a los otros dos,
esto es, porque su padre todavía no había dicho palabra. --Pero ¿qué pruebas
tiene usted, señor Harris?
--Ya se lo he dicho. El cerdo se
me metió en el maíz. Lo cogí y se lo devolví. Él no tenía cerca que lo
sujetara. Se lo dije, le avisé. A la otra vez, metí al cerdo en mi cochiquera
... Cuando él vino a buscarlo le di bastante alambre para poner un parche en su
cochiquera. A la siguiente cogí el cerdo y me lo quedé. Fui a caballo a su casa
y vi el alambre todavía enrollado en el rollo en su patio. Le dije que podía
llevarse el cerdo si me pagaba una compensación de un dólar. Esa noche vino un
negro con el dólar y se llevó el cerdo.
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