Iluminaciones, Walter Benjamin, p. 80
Pero al fin los comerciantes se
fueron apoderando de la profesión y, cuando más tarde se generalizó el uso del
retoque del negativo, con el que el mal pintor se vengaba de la fotografía, el gusto
decayó rápidamente. Era el tiempo en que los álbumes de fotos empezaban a
llenarse. Se encontraban con preferencia en los sitios más gélidos de la casa,
sobre las consolas o veladores del recibidor: las cubiertas de piel con
horrendas guarniciones metálicas, y las hojas de un dedo de espesor y con los
cantos dorados; en ellas se distribuían figuras bufamente vestidas o envaradas:
el tío Alex o la tía Rita, Margaritina cuando era pequeña, papá en su primer
año de facultad y, por fin, para consumar la ignominia, nosotros mismos como
tiroleses de salón, lanzando gorgoritos, agitando el sombrero sobre un fondo
pintado de ventisqueros, o como aguerridos marinos, una pierna recta y la otra
doblada, como es debido, apoyados en un poste bien pulido.Con sus pedestales, sus
balaustradas y sus mesitas ovales, recuerda el andamiaje de estos retratos el
tiempo en que, a causa de lo mucho que duraba la exposición, había que dar a
los modelos puntos de apoyo para que quedasen quietos. Si en los comienzos
bastó con apoyos para la cabeza o para las rodillas, pronto vinieron otros
accesorios, como ocurrió en cuadros famosos y que, por tanto, debían ser
artísticos. Primero fue la columna o la cortina. Ya en los años sesenta se
levantaron hombres más capaces contra semejante desmán. En una publicación
especializada inglesa de entonces se lee: «En los cuadros la columna tiene una
apariencia de posibilidad, pero es absurdo el modo como se emplea en la
fotografía, ya que normalmente aparece en esta colocada sobre una alfombra. Y
cualquiera puede estar convencido de que las columnas de mármol o de piedra no se
erigen tomando como base una alfombra”. Fue entonces cuando surgieron aquellos
estudios con sus cortinones y sus palmeras, sus tapices y sus caballetes, tan
ambiguamente a medio camino entre la ejecución y la representación, entre la
cámara de tortura y el salón del trono, y de los cuales aporta un testimonio
conmovedor una foto temprana de Kafka. En una especie de paisaje de invernadero se ve en ella a un niño de,
aproximadamente, seis años de edad, embutido en un humillante traje infantil
con pasamanerías. Pasmados penachos de palmeras se alzan al fondo. Y, como si se
tratase de hacer aún más sofocante, más bochornoso ese trópico entre cojines,
lleva el modelo en la mano izquierda un sombrero desorbitadamente grande, de
ala ancha, como el que usan los españoles. El pequeño Kafka desaparecería en
semejante escenificación si sus ojos, inconmensurablemente tristes, no
dominasen ese paisaje que les ha sido destinado.
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