Vi por primera vez a Mel Dworkin
en el invierno de ... las Supremes. Fue en una de aquellas sonadas fiestas de
mi juventud; una juventud maravillosa, entregada con descarado entusiasmo a su
sistemática decadencia. Era una fiesta del downtown, en pleno Soho y en su
primera fase, cuando éste todavía era un barrio en bruto, tan auténtico que ni
siquiera tenia nombre. El escenario de la fiesta era un enorme espacio
grisáceo, mugriento y destartalado, azotado por el lamento de My world is empty
without you, babe!, donde la multitud abandonaba sus caderas al martilleo de la
música. Una sala de baile perfecta para descargar nuestra nueva energía,
nuestro nuevo erotismo.
Todavía hoy me parece increíble
que todo aquel resplandor haya sido engullido por el pasado. Nueva York acababa
de nacer, y era la ciudad más emocionante del mundo. El arte, como la vida, no
había hecho más que empezar. Nosotros, todos nosotros, teníamos acceso a una
especie de tiempo nuevo y potencialmente infinito que no podía compararse a
nada de lo que había sucedido antes. La juventud, y la historia, nos habían
elegido. Los Beatles estaban en su momento culminante, y las Supremes subían
como la espuma. La canción Baby Love sonaba en todas partes; hacía cuatro días,
Rauschenberg y Johns hablan sido nombrados clásicos. La reputación de Mel
Dworkin había alcanzado su cenit: era el pintor del año, nuestra nueva estrella. Y en medio de todo aquello estaba
yo, un jovencísimo historiador del arte a punto de empezar una tesis que el
tiempo y una pequeña dosis de tragedia transformarían en La novia de los
solteros.
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