Conocí a la primera de mis tres o
cuatro sucesivas mujeres en circunstancias bastante extrañas, cuyo acaecer
hacía pensar en una burda intriga plagada de detalles absurdos y urdida por un
conspirador que no sólo ignoraba el fin perseguido, sino que también se
empeñaba en torpes maniobras que parecían excluir toda posibilidad de éxito.
Fueron precisamente esos errores, sin embargo, los que tejieron por sí solos
una red que me atrapó y, con ayuda de otras tantas torpezas de mi parte, me
obligó a cumplir el destino que era la única finalidad de la trama.
En algún momento del semestre
académico de Pascua, durante el último año que pasé en Cambridge (1922), fui
consultado “en mi carácter de ruso” acerca de algunos pormenores para la
caracterización de los personajes de El inspector de Gógol, que el Grupo
Glowworm -dirigido por lvor Black, un buen actor aficionado- deseaba
representar en inglés. Él y yo teníamos el mismo profesor consejero en el
Trinity College: lvor Black me sacó de quicio con su tediosa imitación de las remilgadas
maneras del viejo (actuación que se prolongó durante casi todo nuestro almuerzo
en el Pitt). La breve conversación dedicada al motivo de nuestro encuentro fue
aún menos agradable. Ivor Black quería que el alcalde de Gógol apareciera en
robe de chambre, pues “cuanto ocurría en la obra ¿no era acaso tan sólo una
pesadilla del viejo pillo, y el título en ruso, Revizor, no provenía quizá del
francés reve, sueño?”. Le dije que la idea me parecía insensata.
Si es que hubo ensayos, no
participé de ellos. En realidad, que lo pienso, nunca llegué a saber si el
proyecto de Black vio alguna vez las candilejas.
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