Las Bellas Extranjeras, Mircea Cartarescu, p. 96
Oh, París. París es París. En
verano huele a pis. En invierno es sombrío y plomizo. El famoso metro es el más
eficiente y el más accesible del mundo, pero es más feo que un dolor. ¿Y qué más
da? Nosotros, los rumanos, tenemos París tan grabado en las circunvoluciones
del cerebro como el sol en los pétalos y en el cogollo del girasol. Antes se
vendían latas de «Air de Paris”. Y es que París entero es una especie de lata.
Es como un gigantesco vientre de mariposa hembra que expande sus feromonas por
el mundo entero. Las he encontrado, enquistadas pero todavía vivas, prisioneras
entre las páginas de los libros y las he aspirado con voluptuosidad desde que
tengo uso de razón. Después de la revolución, habré estado en esta ciudad unas veinte
veces y en cada ocasión me ha asaltado una especie de síndrome Amok, una
exaltación especial que no he vivido en ninguna otra parte. Es como si me
reencontrara con un barrio olvidado en el que hubiera vivido antes o con el que
tal vez solo hubiera soñado, y donde cada muro y el nombre de cada calle me
golpearan de lleno como una especie de revelación: sí, lo recuerdo, he pasado
ya por aquí, en otra vida. Creo sinceramente que todos los artistas rumanos han
vivido en París durante una vida anterior; de lo contrario resulta inexplicable
el poder que ejerce esta maldita ciudad sobre nosotros.
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