Las Bellas Extranjeras, Mircea Cesarescu, p. 32
EL MUNDO LITERARIO HA SIDO
SIEMPRE ASÍ y así seguirá siendo siempre. Habitualmente, los teatros son
ejemplos clásicos de «nidos de víboras”, pero los actores, por mucho que se
critiquen y se envidien unos a otros, no pueden permitirse el lujo de hacerlo
en público. Los escritores tienen sin embargo, a su disposición, los periódicos
y las revistas y sus broncas se ven amplificadas a través de ellos hasta unas
dimensiones grotescas. La regla principal que domina toda esta acumulación de
odio, animadversión, venganzas y desprecio sonaría más o menos así: en el mundo
literario se perdona casi todo, la falta de talento, la vileza, la hipocresía,
la cobardía. Se consideran pecados humanos y son contemplados con tolerancia.
Lo que no se te perdona jamás, a ningún precio, es el éxito.
Nosotros seríamos unos autores
del montón, pero el hecho de que estuviéramos ahora en París fue considerado, con toda seguridad, una
especie de éxito y muchos de los que no habían sido elegidos no nos lo
perdonaron. La mayoría piensa que si puedes viajar al extranjero, si te
traducen, si se venden tus libros, vives una especie de beatitud que se te sube
a la cabeza, que miras a los demás con desprecio desde las alturas. Si se te ocurre
no responder inmediatamente a un correo electrónico te encuentras con una larga
carta injuriosa. Cada matiz de tu voz y cada uno de tus gestos son sopesados e
interpretados torticeramente: mira tú adónde hemos llegado, ya no estamos a su
nivel. .. Nadie cree que sigas siendo el mismo, que sigas con tu vida y tus
problemas y que te duele, como a todos los demás, que te traten injustamente.
Que te duele, sobre todo, ese rencor general que no puedes entender, tú, que
odias tener enemigos. Cada uno de nosotros, apretujados ahora entre el gentío
en la recepción de la embajada, con un plato en una mano y una copa en la otra,
sentía esa ambigüedad: la satisfacción de estar entre los elegidos y el
sentimiento de culpa por los demás, por los que se habían quedado en casa. Porque
no son la beatitud, el triunfo o el desprecio los que acompañan siempre al
éxito, como se piensa, sino el profundo sentimiento de culpa porque, sin
quererlo, hieres con tu mera existencia el orgullo de mucha gente.
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